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Siete veces se quemó el arcoiris en Varsovia hasta que decidieron reconstruirlo con luz y agua. La colorida escultura con la que la ciudad polaca pretendía rendir homenaje a la paz tuvo que ser intangible para burlar el odio de los vándalos, que veían en ella un guiño al colectivo LGTB. Así están las cosas en el país más religioso de Europa, un lugar donde el 46% de la población piensa que la homosexualidad es inaceptable.
«Los jerarcas eclesiásticos tienen aquí una influencia política considerable», explica la activista Agnieszka Wiciak, «pero empieza a haber resistencia a sus actos y sus palabras. Hay mucha cooperación en este sentido entre los círculos feministas y LGTB», añade. Wiciak es polaca. Es historiadora y psicóloga. Es mujer y madre de dos hijos. Es lesbiana. Y desde el pasado junio es la máxima responsable del Polish LGBTQIA Virtual Museum.