Ser viral, o no ser

 

Selección

José Ovejero

Hace muchos años un amigo al que he perdido la pista fantaseaba con tener decenas de hijos. Se imaginaba como gran patriarca con la progenie repartida por el mundo, aunque en ocasiones señaladas esta regresaría a sentarse, quizá con centenares de nietos, a la mesa familiar. No solo le producía placer la idea de ser el padre de todos esos hijos que lo querrían y –sospecho– admirarían, también la de que sus genes se fuesen extendiendo por la Tierra como las tribus bíblicas. Mi amigo quería ser viral antes de que existiese el concepto.

Entre otras –muchas– cosas que me parecían peculiares en el deseo de mi amigo de tomarse más que al pie de la letra el mandato de crecer y multiplicarse, por mucho que la pulsión de transmitir los propios genes sea algo común a todo mamífero, estaba que realmente pensase que así se multiplicaba él mismo, que pervivía en su descendencia y llegaba con ella a lugares insospechados. Tengo que conceder que su fantasía no era muy diferente de la de quien quiere permanecer y expandirse a través de la propia obra. Mi amigo, como tantos artistas, lo que quería en el fondo era no morirse. No solo eso: quería también en el presente trascender sus propios límites, llegar más lejos, que pensasen en él, que le prestaran atención, que el afecto y la mirada ajena le confirmasen su importancia, o quizá solo su existencia.

Hay una patología llamada atazagorafobia, una de cuyas variantes consiste en el miedo exacerbado a que los demás nos olviden o no nos tengan en cuenta. Y en algún momento mi cerebro ha conectado el recuerdo de mi amigo, esta patología y mi actividad en las redes sociales: esa pulsión de multiplicarme a través de seguidores y amigos que, a su vez, difunden mis intervenciones; esa necesidad de intervenir con frecuencia para que no me olviden; intervenir, actuar, responder, dar al “me gusta”, comentar, subir imágenes.

A  esto se han ido añadiendo, sobre todo en los últimos meses, grabaciones de encuentros virtuales, vídeos en los que leo un pasaje de mi obra, opino sobre la ajena, saludo a clientes de una librería o de un centro cultural. No estoy en todas partes como Dios, pero sí en muchas más de las que podía abarcar hasta hace poco. El verbo estar le está ganando la partida al verbo ser. A ver si lo expreso sin romperme un puñado de neuronas: aunque sea yo el que está, cuanto más estoy menos oportunidad de ser tengo, salvo ese ser vicario, algo superficial que permiten las redes –y que incluso puedo sortear mediante alias y avatares–.

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