Zakarías Zafra
En un universo donde cualquiera puede tener acceso a un fragmento virtual de lo público e intervenirlo con opiniones propias y ajenas, puede sonar excesivo hablar de censura. Jamás habíamos tenido tan cerca el poder de decir algo e influir en otros. La evolución reciente de las plataformas, sin embargo, ha establecido una brecha entre la libertad de expresión clásica y la libertad de postear. El acto material de escribir un post y publicarlo se va alejando cada vez más del ideal de movilizar una conversación pública por medio de las ideas. No es a la participación social a lo que apuntan las redes hoy, sino a una experiencia consumista de contenidos ordenados por la lógica del monopolio privado.
Andrew Marantz recuerda en el libro Antisocial el optimismo en torno a las redes sociales al inicio de la década pasada y la “ósmosis cultural” que condujo las discusiones tempranas sobre la libertad de expresión en las plataformas digitales. La apuesta de sus creadores, dice Marantz, fue lanzar esos productos al mundo dando por sentadas las diferencias, desigualdades, aspiraciones y malestares individuales y colectivos, y corregir sobre la marcha lo que escapara de la autorregulación divina del internet. Lo que difícilmente se podía advertir entonces era que el crecimiento exponencial de usuarios y el perfeccionamiento de un modelo de negocio que depreda la data privada y convierte las comunidades en objetivos de anuncios publicitarios, cambiarían por completo las reglas del juego.
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