A partir de la lectura de un texto con matices académicos que llega a superventas (en Francia)

 

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Amparo Huertas Bailén reflexiona sobre el tipo de conocimiento que hoy circula a partir de la lectura del libro: Bronner, Gérald (2022). Apocalipsis cognitivo. Cómo nos manipulan el cerebro en la era . Barcelona: Paidós 

Intento leer todo lo que encuentro en formato libro acerca de cómo las redes  sociales están conformando la sociedad actual. Sí, hay muchos artículos científicos basados en lo empírico, pero me siguen interesando más los relatos que solo un texto de cierta longitud permite hilvanar. Aunque también tengo que confesar que, en esta ocasión, saber que en Francia el texto original había alcanzado una venta de más de 40 mil ejemplares hizo que esta lectura se avanzara a otras, que siguen en espera.  

Sobre esta publicación, lo primero que me siento obligada a decir es que no me he identificado en absoluto con los planteamientos del sociólogo francés Gérald Bronner. Ahora bien, sí que me ha gustado leerlo, pues practicar la lectura molesta puede acabar siendo tanto o más útil que aquella que te entra como un guante. Sí que ha captado mi atención.

No comparto la idea de “pensamiento analítico” que propone Bronner. Intuyo que el autor pretende así alejarse de la subjetividad del “pensamiento crítico”. Pero, desde mi punto de vista, eso le exige dos cuestiones que justamente no logra alcanzar: encontrar acertadas evidencias científicas para explicar todas las ideas que expone y asumir un rígido autocontrol en el modo de expresar las críticas propias. Nos parece que Bronner acaba cayendo en su propia trampa, que, por otro lado, quizá sea imposible sortear.

Sobre las evidencias científicas que emplea, podríamos decir que estas responden a un sesgo cognitivo demasiado marcado para tratarse de un trabajo científico. No cuestionamos que sea información que ratifica siempre su discurso -esto es común en todo texto científico-, sino que lo que nos hace pensar en su fragilidad es que suelen ser datos presentados de forma demasiado aséptica, con escasa información metodológica (¿en qué contexto se han generado?) y faltos de reflexión teórica. Por ejemplo, para abordar las redes sociales como un espejismo de la amistad, se apoya en el número de Dunbar: un individuo puede relacionarse con plena confianza con tan solo unas 150 personas; o, para explicar la influencia de la exposición mediática, habla de su efecto en el volumen de donaciones realizadas a víctimas de catástrofes siguiendo un trabajo de los economistas Phil Brown y Jessica Mintry sobre un hecho del 2004. También hemos encontrado ejemplos donde ese uso de datos resulta forzado, como ocurre cuando indica que la cacofonía cognitiva puede provocar la parálisis a la hora de actuar y, para demostrarlo, menciona el experimento del psicólogo alemán Gerard Gigerenzer que indicó que, ante un estante con 24 variedades de confituras, es más fácil que no se compre finalmente nada que ante un estante con solo seis: el porcentaje de compra del primer caso es del 3% y el del segundo, del 30%. Y, por último, también hay párrafos donde lo hemos echado en falta, como cuando explica, de una forma demasiado coloquial dadas las pretensiones del texto, como nuestro cerebro no puede evitar prestar atención cuando oímos voces en la calle.

Pero el problema derivado de la falta de autocontrol a la hora de expresar sus críticas nos resulta, incluso, más evidente. Estas aparecen muchas veces de forma abrupta y, sobre todo, ya en la segunda mitad del libro. Aunque Bronner renuncia abiertamente a la noción de “pensamiento crítico”, su pensamiento está claramente posicionado en un lugar en el que yo no me identifico.

Resulta evidente su rechazo a un tipo de sociología y de antropología que el autor califica como ingenua, aunque tampoco resulta demasiado claro a qué se refiere exactamente. Solo una lectura atenta, y completa, permite intuirlo. En ese trayecto y con una mirada casi detectivesca, hemos podido recoger estos apuntes: “ingenuamente optimistas”, “toman los propios deseos por realidades”, “tienen la esperanza de que una acción puede mejorar el mundo”, “entienden cualquier cosa como efecto de una construcción social” y “(generan) modelos intelectuales que imprimen al mundo toda la maleabilidad política deseada”. Quien conoce mi trabajo creo que ya puede entender por qué encontrar ese adjetivo, siempre usado en modo despectivo, me resultó molesto.

De manera sospechosamente insistente, rechaza tratar la sociedad como un grupo de personas mediocres, incapaces de ser exigentes con los contenidos que les llegan. Incluso plantea aspectos tan interesantes como la dificultad de pensar en el bien común en un mundo cargado de “golosinas cognitivas”, que producen placeres instantáneos e individuales, y donde se genera de forma artificiosa acontecimientos cuyo conocimiento es perfectamente prescindible. Pero, al hablar de los grandes conglomerados empresariales en el sector de los medios de comunicación, apunta, sin más explicación, lo siguiente: “La idea según la cual esa concentración sería prueba de la subordinación de los periodistas a los que poseen las empresas en las que trabajan es seductora, pero poco convincente” (página 211).

Y más adelante podemos leer lo siguiente: “cuando más concentremos nuestros esfuerzos en mostrar que determinado elemento de nuestra vida, incluida la biológica, no es sino una construcción social, más extendemos las fronteras de la acción política. Entonces todas las utopías son posibles, basta decirlo. Esta es una perspectiva satisfactoria, pero que nunca está exenta de unas intenciones que presumiblemente son más políticas que científicas” (página 216). Leído esto, ya ningún margen de duda queda sobre su posicionamiento.

Pero, ¿de qué va el libro?

El tronco sobre el que gira está claro de principio a fin y, para resumirlo, intentaré usar el mismo vocabulario que emplea Bronner: ante un mayor tiempo cerebral disponible y la desregulación del mercado cognitivo, lo más fácil es que a la hora de sentirnos atraídos por un contenido estemos condicionados por “unos acontecimientos evolutivos de los que hoy somos herederos” (página 91). Efectivamente, el texto habla sobre la “industria de la atención” pero Bronner no emplea este término, quizá para dejar claro que no lo observa desde lo económico-empresarial.

Pero vayamos a lo que consideramos importante y creemos podría haberse explotado mejor: ¿a qué aspectos evolutivos se refiere? Pues, básicamente, al riesgo: “en la cacofonía cognitiva a la que estamos sometidos, el miedo puede atraer nuestra atención más allá de lo razonable” (página 91). A este asunto, Bronner dedica varias páginas. La especie humana sobrestima el riesgo y esa tendencia se ha vuelto contraproducente en una sociedad que no solo genera información en grandes cantidades, sino que además emplea de forma recurrente el riesgo como reclamo atencional. En su discurso, acaba enlazando el miedo con el conflicto y la indignación. Y, por último, también llega a hablar de la fácil viralización del enfado en las redes a partir de un estudio de la Universidad Beihang (Pekín) sobre el uso de los emoticones apoyado en el análisis de más de 70 millones de mensajes.

Nos parece que este recorrido sobre una idea que de entrada resulta interesante acaba siendo demasiado superficial, frágil. Y no solo eso, sino que, a la hora de hablar de otras emociones, el relato se aleja de esos “acontecimientos evolutivos” que parecían poder actuar como hilo conductor. Así, cuando habla con cierto detenimiento sobre la difusión de “informaciones egocentradas” (y no solo trata el narcisismo digital sino también otras cuestiones más delicadas, como la visibilidad digital de autolesiones corporales entre la juventud), acaba abordando los efectos nocivos de la cultura de la visibilidad. O cuando trata sobre el poder de atracción atencional de lo inédito y de la sorpresa, menciona la estrategia del clickbait. De este modo, aunque el eje central del texto pretende ser la maleabilidad del individuo desde lo meramente cognitivo, no puede evitar salir de esa área y, al menos, mencionar las estrategias que favorecen los bucles adictivos del consumo. Además, al hacerlo de una forma demasiado aséptica, evitando la reflexión teórica, el discurso queda incompleto.

Inquietudes abiertas

En términos generales, esta lectura me ha hecho pensar en el tipo de conocimiento que hoy puede lograr la etiqueta de bestseller (al menos en Francia): ¿Y si la divulgación científica también carga con elementos propios de la comunicación populista?

En primer lugar, de alguna manera, este libro define un conflicto y, a continuación, propone una salida. En la parte dedicada a la inteligencia artificial esto se identifica fácilmente, pues esta es presentada como una posible vía de solución al caos cognitivo que genera la desregulación del mercado de la atención. Hay momentos en que parece cuestionar a dónde nos lleva la creación de una inteligencia superior a la humana: “los jugadores de ajedrez artificiales solo empezaron a ser realmente peligrosos para los humanos cuando sus diseñadores abandonaron la idea de imitar el funcionamiento de la inteligencia humana para ‘educar’ a la máquina” (página 41). Pero, finalmente, domina la defensa del poder de la inteligencia artificial para liberarnos de tareas algorítmicas para las que nuestros cerebros no están preparados: “la inteligencia humana es admirable, pero también cae fácilmente en trampas de las que la máquina puede sacarla” (página 49). Es más, nos ha parecido detectar que llega a usar “inteligencia colectiva” como sinónimo.

En segundo lugar, aunque la obra también propone pensar acerca del efecto negativo que tiene preocuparse más por saber cómo se producen los fenómenos que las causas (en aras del propio desarrollo de la inteligencia artificial), el texto elude entrar en aspectos básicos como la interseccionalidad o la ética. Por ejemplo, al hablar de los perfiles de creadores de discurso de odio, solo se menciona un estudio, el de la socióloga Catherine Blaya. Bonner opta por escoger un trabajo que, según él, descarta abiertamente que el sexo o el origen social sean variables influyentes significativas e indica que las personas que publican contenidos calificados como discurso de odio son mayoritariamente personas que anteriormente los han sufrido como víctimas.

En tercer lugar, el término “apocalipsis” en el título genera confusión sobre lo que uno espera encontrar ya que Bronner no se refiere a su significado dominante. El autor revela el enigma ya bastante avanzada la lectura y justifica esa ambigüedad de la siguiente manera: el objetivo es hacer pensar sobre el elevado número de ocasiones en que compartimos información sin haberla leído previamente. No haremos spoiler, entonces.

Y, por último, Bronner entra directamente al debate polarizado cuando califica de “neopopulistas” a quienes interpretan los sesgos de la inteligencia artificial como una prueba de un pueblo traicionado que, al mismo tiempo, “puede por fin hacer valer su voluntad contra las élites” (página 228). Bronner acusa las investigaciones ingenuas de ser ciegas ante las invariantes de la especie humana, pero reduce toda posibilidad de estudio al ámbito de la cognición. Así, Bronner, que acusa los neopopulismos de estrechar el debate público y las posibilidades de inteligibilidad del mundo, acaba actuando en esa dirección.

A pesar de todo, hay que reconocer que el libro reúne reflexiones sobre términos y problemas clave para pensar nuestro entorno. Podríamos decir que es un libro de su tiempo, en todos los sentidos.

El propio Bronner, al tratar la encrucijada entre literatura y teoría de la evolución, plantea que la ficción es un elemento muy importante en la evolución del hombre. Los relatos, dice, también condicionan la manera de ver el mundo. Así es y, por eso, lleven cuidado cuando lo lean.

Imagen de Chen en Pixabay

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