[:es]45A Jonathan Thomas le dijeron que escuchar galés en la Patagonia era poco menos que un disparate. ¿Qué podía quedar de aquella colonia celta en el fin del mundo? Pues fue tan fácil como pedir un mapa en español en la primera tienda nada más llegar a Trelew: la india tehuelche que atendía le respondió en galés.
Jonathan Thomas, un lingüista de rostro bizantino formado en Oxford, un galés risueño que casi siempre habla la lengua del país al que viaja, reconoce que no estaba preparado para aquello. ¿La decepción del explorador que encuentra sin apenas buscar? También, pero que aquella hija de la Pampa le diera todos los detalles sobre el lugar en la lengua de su madre —la de él— era algo con lo que no contaba. Ocurrió hace más de treinta años, pero aún recuerda con emoción tanto su «perfecto» galés como su discurso: la lengua es un tesoro que hay que preservar. Por lo visto, la nativa desarrolló la idea mucho más allá de una frase cargada de buenas intenciones. Y en galés, insistimos.
La explicación de esto se pierde en la visión mesiánica de un predicador del siglo XIX. Michael Daniel Jones llevaba años soñando con una «pequeña Gales fuera de Gales», un refugio en el que su lengua celta fuera la del comercio, la religión y la vida en comunidad, por pequeña que esta fuera. Resulta que la Gales de mediados del XIX era el paradigma del sometimiento económico, político, cultural y religioso por parte de Inglaterra; una opresión que se manifestaba en el avance de los terratenientes ingleses sobre sus tierras, la exclusión de los galeses en los gobiernos locales, la persecución de la iglesia anglicana contra los cultos no conformistas locales y un sistema educativo que prohibía el uso del idioma galés entre los niños. A ver quién se concentraba con la mirada fija en el Welsh Not, ese trozo de madera que cambiaba de manos entre aquellos chavales a los que se les escapaba una palabra en galés. Si quedaba sobre tu pupitre al acabar la clase, te sacudían delante de los demás hasta arrancarte las ganas de hablar una lengua que, según el establishment, era una «barrera para el desarrollo moral y comercial de las gentes».
Seguir leyendo: Jot Down[:ca]A Jonathan Thomas le dijeron que escuchar galés en la Patagonia era poco menos que un disparate. ¿Qué podía quedar de aquella colonia celta en el fin del mundo? Pues fue tan fácil como pedir un mapa en español en la primera tienda nada más llegar a Trelew: la india tehuelche que atendía le respondió en galés.
Jonathan Thomas, un lingüista de rostro bizantino formado en Oxford, un galés risueño que casi siempre habla la lengua del país al que viaja, reconoce que no estaba preparado para aquello. ¿La decepción del explorador que encuentra sin apenas buscar? También, pero que aquella hija de la Pampa le diera todos los detalles sobre el lugar en la lengua de su madre —la de él— era algo con lo que no contaba. Ocurrió hace más de treinta años, pero aún recuerda con emoción tanto su «perfecto» galés como su discurso: la lengua es un tesoro que hay que preservar. Por lo visto, la nativa desarrolló la idea mucho más allá de una frase cargada de buenas intenciones. Y en galés, insistimos.
La explicación de esto se pierde en la visión mesiánica de un predicador del siglo XIX. Michael Daniel Jones llevaba años soñando con una «pequeña Gales fuera de Gales», un refugio en el que su lengua celta fuera la del comercio, la religión y la vida en comunidad, por pequeña que esta fuera. Resulta que la Gales de mediados del XIX era el paradigma del sometimiento económico, político, cultural y religioso por parte de Inglaterra; una opresión que se manifestaba en el avance de los terratenientes ingleses sobre sus tierras, la exclusión de los galeses en los gobiernos locales, la persecución de la iglesia anglicana contra los cultos no conformistas locales y un sistema educativo que prohibía el uso del idioma galés entre los niños. A ver quién se concentraba con la mirada fija en el Welsh Not, ese trozo de madera que cambiaba de manos entre aquellos chavales a los que se les escapaba una palabra en galés. Si quedaba sobre tu pupitre al acabar la clase, te sacudían delante de los demás hasta arrancarte las ganas de hablar una lengua que, según el establishment, era una «barrera para el desarrollo moral y comercial de las gentes».
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