David Ferragut, de la Universitat de Girona, reseña De Escipión a Berlusconi. Una historia de Italia en 50 películas de Carando, de Valerio Carando, Rosa Gutiérrez Herranz, Ludovico Longhi (2009), Barcelona: Editorial UOC
La diferencia canónica entre historia y ficción “reside en que uno [el historiador] relata lo que ha sucedido, y el otro [el poeta] lo que podría haber acontecido” (1). Esta definición de la práctica del poeta deja un resquicio para los mundos imaginarios pero, por otro lado, obliga a mantener un pie en el suelo de la historia. La medida de la ficción en Aristóteles puede interpretarse con cierta rigidez y la verosimilitud (esta ficción que es como la historia) convertiría a las artes en una formulación de segundo grado, forzadas a imitar una sustancia previa. Pero, a la inversa, también se podría pensar que la historia obedece a unos criterios obtusos. La historia también esconde sus virtualidades: las acciones que podrían haberse realizado ―una suma de actos inventados, desordenados o equivocados que no desmienten el dato― o las imágenes del pensamiento de aquellos individuos que participaron en los hechos históricos ―los mitos o el ahora llamado imaginario colectivo se encarnaban en los acontecimientos. Hay, quizá, vasos comunicantes entre historia y ficción, y es esta relación la que propone De Escipión a Berlusconi. Una historia de Italia en 50 películas (Valerio Carando, Rosa Gutiérrez Herranz y Ludovico Longhi, UOC, 2019): “mirar el pasado como relato o fábula y a la realidad como representación” (p. 10), o dicho de otro modo, para los autores toda película es histórica, en la medida que expresa una cosmovisión.
Se trata de una historia cuyo planteamiento es más bien tradicional: de individuos, de gestas, de contextos, en fin, un catálogo de hitos. Pero lo convencional termina aquí por cuanto se multiplican las preguntas, a partir de la más evidente: ¿qué criterio rige en la selección de las películas?: ¿la calidad de la reproducción (de imitación)?, ¿la calidad de la película, aunque sea divergente a los hechos?, ¿la mera singularidad, porque hay pocos ejemplos de tal o cual hecho?, ¿la reflexión, el comentario sobre el pasado?, ¿o que invoque un espíritu de época, una imagen pictórica por un lado, una antropología por otro…?, y, por último, si toda ficción retrata una concepción de mundo, ¿expresa a quien retrata o a lo retratado? Existe un criterio reconocido, la calidad cinematográfica, por lo que el libro puede leerse además de como una historia de Italia a través del cine, como (por tanto, este es un segundo criterio) una selección de cine italiano.
Las múltiples preguntas tienen que ver con la naturaleza proteica del libro. Por ejemplo, la ficha de Una vida difícil (Risi, 1961) sitúa al lector en la inmediata posguerra y el acuerdo entre Estados Unidos y el partido de centro Democracia Cristiana, que a su vez alcanzaría un equilibrio de fuerzas con el Partido Comunista (por entonces los dos partidos mayoritarios de Italia) con el propósito de garantizar la estabilidad política y económica. El recorrido histórico ocupa exactamente la mitad del texto; la otra mitad pertenece al comentario fílmico, que ilustra todo lo anterior e introduce algunas cuestiones cinematográficas, como el rol antiheroico de Alberto Sordi. Esta simetría entre historia y película sin embargo no es la regla (en Salvatore Giuliano [Rosi, 1962] se respeta): con El conformista (Bertolucci, 1972) la atención se centra en la obra de su director y en el análisis comparativo dentro de la historia del cine, a saber, el abandono del neorrealismo y la revisión del modelo clásico, en la línea del Nuevo Hollywood.
Precisamente lo que pone sobre la mesa la película de Bertolucci es que el cine no es solamente la representación de un hecho histórico concreto (en este caso, la adhesión al fascismo de un individuo, Marcello, que encuentra en él la justificación de su inquina, sinécdoque por tanto de la dictadura de Mussolini), sino también de otras artes: la novela de Moravia es la base del filme, que tiene sus propios recursos. Mientras el texto insistía en la dificultad de conciliar una vida que se percibía a sí misma como anormal mediante la reflexión del protagonista, la película muestra con el monumentalismo de la arquitectura la retórica (y el gesto del niño Marcello, que hace coincidir un “¡Alto!” con el saludo romano) del fascismo. En otro sentido, Escipión, el africano (Gallone, 1937), puede interpretarse a la luz de las similitudes (reconstruidas) entre el régimen de Mussolini y la proyección que este hacía del pasado de la nación, la denominada romanità, de forma que puede comprenderse que aquello de la historia que pone en escena es más el fasto del presente que la verdad del pasado. Esto apunta al modo en que un texto se hace imagen, ya sea literario, ya sea histórico (una obra como Bronte. Cronaca di un massacro che i libri di storia non hanno raccontato [Vancini, 1972] trasladó a la ficción nuevas investigaciones históricas que desmentían los tópicos sobre las bondades del Risorgimento); cómo de la imagen se pasa al texto, es decir, la écfrasis, concepto fundamental de los “estudios visuales” que se defienden en el prólogo de esta antología, o, incluso, cómo de una imagen emana otra imagen. A partir de ellas los textos se pueden despegar, en ocasiones, de la linealidad escolar de los hechos en favor de reflexiones, suscitadas por las propias películas, sobre la historia o la sociedad, como es el caso de las fichas dedicadas al ascenso populista y mediático de Berlusconi (por ejemplo, Il caimano [Moretti, 2006]).
Precisamente, puesto que algunas imágenes tienen más interés que otras, y puesto que algunos periodos se preocupan (y se proyectan) por un pasado concreto, las etapas abordadas reciben una atención desigual. El peso de la Antigüedad (desde la República hasta la caída del Imperio Romano de occidente; casi mil años), en producción, es de cuatro películas, las mismas que el boom económico (unos veinte años). Esto revela, indirectamente, que la cosmovisión representada es más concretamente la que realiza el acto de representación: en los años 60 el nuevo modelo económico era motivo de análisis e inquietud, de igual manera que al fascismo sedujo un pasado heroico.
Asimismo, también las voces del libro son heteróclitas (no en vano está escrito a seis manos): desde fichas de estilo culterano que ofrecen una reflexión definida de la película, como El Gatopardo (Visconti, 1963), a otras más bien descriptivas, como El caballero misterioso (Freda, 1948), o literarias, como Calle de la pietà (Brenta, 2010); pero en todos los casos predomina el rigor y subrayan la vocación docente e investigadora de sus autores. En este sentido, algunas de las películas propuestas son de difícil acceso (como esta última, que fue emitida por la RAI, o como L’antimiracolo [Piccon, 1965]), de modo que el lector interesado tiene a disposición material valioso para posibles indagaciones. Esta variedad, en definitiva (de criterios, de estilos, de reflexiones), de la “silva” de películas, por utilizar una expresión de los autores, permite una lectura autónoma, incluso desordenada, de cada ficha, cerrada en sí misma y óptima para iniciar cualquier visionado.
Como respuesta a la observación de Aristóteles, esta antología se alinea con las concepciones actuales sobre imagen e historia. Señala Rancière que “[l]a memoria es obra de ficción. La buena conciencia histórica puede poner el grito en el cielo frente a esta paradoja […]. Fingere no quiere decir en primera instancia fingir sino forjar. La ficción es poner a trabajar los medios del arte para construir un ‘sistema’ de acciones representadas, de formas ensambladas, de signos que se correspondan. Una película ‘documental’ no es lo contrario de una ‘película de ficción’ por el hecho de que nos muestra imágenes captadas de la realidad cotidiana o de documentos de archivo acerca de acontecimientos verificados en vez de utilizar actores para interpretar una historia inventada. No opone el compromiso con lo real a la invención ficcional. Simplemente, lo real no es un efecto que debe producir. Es un dato que debe comprender” (2). Si se entendía el documental como lo propio de la historia, o como el género que más se aproxima a ella (léase por ejemplo La representación de la realidad, de Bill Nichols), el análisis de Rancière lo desmiente. La ficción se acerca a la realidad por el camino opuesto: no mirada desde arriba, como si tuviera que interpretarse, sino re-creada en sentido estricto: creada de nuevo. Aquella corteza tradicional de una historia de hitos (la de De Escipión a Berlusconi) redunda en la posibilidad de ofrecer un juego infinito entre la imagen y el dato y hacer del cine una antología de realidades.
- Aristóteles. Poética, 1451b.
- Rancière, Jacques (2018). La fábula cinematográfica, pp. 204-205. Buenos Aires: El cuenco de Plata.