En este dossier, el Dr. Antoni Castel pone de nuevo en cuestión la necesidad de reconsiderar el tipo de cobertura informativa que se da del continente africano, a menudo basada exclusivamente en estereotipos elaborados por visiones etnocéntricas. La situación de silencio mediático en muchas ocasiones se agrava más, si cabe, cuando la información que se elabora es superficial y esencialmente episódica.
La información de África: espectáculo y “neobárbaros”
Antoni Castel, profesor del Departament de Mitjans, Comunicació i Cultura de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). Vicedecano de la Facultat de Ciències de la Comunicació de la UAB. Codirige el Master La comunicación de los conflictos internacionales y los movimientos sociales.
Introducción
Un fragmento del extenso poema Cuaderno de un retorno al país natal, del escritor antillano Aimé Césaire, publicado en 1939, sirve de pretexto para comenzar estas líneas dedicadas al tratamiento informativo de África. El texto dice:
“No, nunca hemos sido amazonas del rey de Dahomey, ni príncipes de Ghana con ochocientos camellos, ni doctores en Tombuctú siendo rey Askia el Grande, ni arquitectos en Djenné, ni madhis, ni guerreros. No sentimos en la axila la comezón de los que antaño blandieron la lanza. Y ya que he jurado no ocultar nada de nuestra historia (yo que nada admiro tanto como al carnero que pace su sombra de la tarde), quiero confesar que siempre fuimos bastante mezquinos lavaplatos, limpiabotas sin envergadura, y en los mejores casos, brujos bastante concienzudos y el único indiscutible récord que hemos batido es el de soportar el látigo” (Césaire, 1969: 81) (1).
Césaire reivindica, con ironía, su pasado africano de imperios y esplendor, en un momento en que Europa asiste al ascenso de dos ideologías perversas, el fascismo y el nazismo, que la llevarán al desastre. Con rabia, el escritor antillano elogiado por André Breton y por eso respetado en los círculos intelectuales europeos, denuncia las lacras de la ocupación colonial y la negación de cualquier capacidad de África y los africanos. En las capitales europeas, cuyas calles transitan el propio Césaire, Leopold Sédar Senghor, Kwame Nkrumah, Mario Pinto de Andrade, y tantos otros jóvenes de las colonias, ya nadie se atreve a decir, como hacía Hegel, que África carece de historia, pero todavía se defiende la misión civilizadora de las potencias y se relega a los africanos a ser “limpiabotas sin envergadura”.
Más de setenta años después de la publicación del poema, África no está bajo dominio colonial, aunque su soberanía es limitada y cuenta bien poco en el concierto mundial. Y desde las atalayas occidentales, las mismas que en el pasado imponían mediante la coerción modelos de desarrollo y patrones culturales, se le tutela y se le alecciona en el cumplimiento de las normas del libre mercado y la democracia liberal.
En el camino hacia la modernidad de unas sociedades en que Robert Kaplan (2) halla el “nuevo bárbaro” se debe dejar de lado la tradición, señalada como un obstáculo para la “buena gobernanza” y el desarrollo. Sin tradición, todo sería más fácil, se puede leer entrelíneas en muchos documentos de organizaciones de cooperación. A la tradición se le acusa no sólo del déficit democrático sino también de un supuesto atavismo “tribal” y la pervivencia de una práctica tan agresiva contra la mujer como la mutilación genital.
El persistente regaño occidental, que un día clama contra la ablación y el siguiente contra la poligamia y al otro contra la corrupción, cala hondo en los medios. África no tiene remedio. Al menos así nos la presentan en los medios de comunicación, que difunden el mensaje de quienes se atribuyen el papel de sus tutores y que, cuando informan del continente, lo hacen mayoritariamente de episodios de violencia, hambrunas y miseria.
“Efecto CNN” y “efecto Al Yazira”
El denominado “efecto CNN”, teorizado por Gowing (1994) (3), fue decisivo en la retirada de los Estados Unidos de Somalia en 1994. La conmoción causada por la difusión de las imágenes de la muerte de 18 soldados estadounidenses y el arrastre de uno de los cadáveres por las calles de Mogadiscio obligó al presidente Bill Clinton a ordenar la gradual retirada de la operación Restore Hope, desplegada por su predecesor en el cargo, George Bush.
En aquellos momentos, la CNN, desde su sede central en Atlanta (Georgia, EEUU), ejercía como “la televisión global en directo”, seguida tanto por las diplomacias de todo el mundo como en las redacciones de los principales medios de comunicación. La CNN se había consolidado como la referencia informativa unos tres años antes, con la transmisión en directo de los bombardeos de Bagdad por parte de la coalición internacional encabezada por Estados Unidos, en la Primera Guerra del Golfo.
Con la aparición de más cadenas de información en directo, la CNN ha perdido la exclusiva, e incluso en algunos acontecimientos, como las revueltas árabes de 2011, se ha visto eclipsada por una televisión no occidental, Al Yazira. Podemos intuir que en las decisiones, tanto de los gobiernos árabes como de los europeos y el estadounidense, ha influido la emisión por parte de Al Yazira de las protestas en la cairota plaza Tahrir y en Túnez. Quizás deberíamos hablar ya de un “efecto Al Yazira”, al menos en los países árabes.
En las crisis humanas africanas, la televisión ha sido determinante para la intervención internacional. En muchas ocasiones, la crisis no existe hasta que los medios de comunicación, y en especial la televisión, informan de la hambruna o de la llegada masiva de refugiados a un lugar determinado. Benthall (1993) (4) habla de la capacidad de los medios de ser “constructores de desastres”, porque hasta que no llegan las cámaras de televisión, la crisis humana sólo existe para los que la padecen. Así ocurrió en una época en que no había televisión global, en la hambruna de los años 80 en Etiopía, conocida en el país y en la región, pero que no mereció una respuesta occidental hasta que fueron difundidas las imágenes de muerte por una cadena de televisión del Reino Unido.
En la hambruna de 2011 en Somalia ha ocurrido lo mismo: los países más desarrollados no han reaccionado hasta que la televisión global, e inmediatamente después las televisiones no globales y la prensa escrita, se desplazó a los campos de refugiados de Kenia. La hambruna existía, como alertaban desde hacía semanas los organismos internacionales, en especial las Naciones Unidas, pero no consiguió hacerse un hueco en la agenda temática hasta el desembarco de las televisiones globales.
La información de las crisis humanas sirve para despertar a los dirigentes occidentales, que desde el fin de la guerra fría parecen poco preocupados por lo que ocurre en África. Empero, las imágenes que se regodean en la miseria y destacan la intervención de las agencias humanitarias y las ONG consolidan el imaginario: los africanos son míseros, pasivos, incapaces de superarse y dependientes de una ayuda que siempre, según la televisión global, llega de un Norte benefactor.
Las imágenes de Somalia, tanto en las televisiones como en la prensa escrita y digital, vuelven a recordarnos un África de catástrofes. McNulty (1999) (5) asegura que los medios, en su cobertura africana, han construido un paradigma basado en que el continente es el escenario de “catástrofes bíblicas” y sus conflictos obedecen a razones étnicas.
En su defensa, se puede argumentar que las televisiones, y los medios que van a su remolque, no se inventan la hambruna de Somalia, las violaciones en el este de la República Democrática del Congo (RDC) o la violencia. Pero atenazados por la necesidad de ofrecer espectáculo, y la hambruna y la guerra garantizan un buen espectáculo, abusan de las imágenes del sufrimiento ajeno. Quizás en algunas redacciones se consideren fotogénicas o impactantes, pero a veces, en especial cuando se invade la privacidad de la víctima, “la información de la catástrofe” se puede convertir en mera “pornografía del sufrimiento”.
Cuando las cámaras y los periodistas parten hacia otra catástrofe, la víctima sigue en el mismo lugar. Con un poco de suerte, el hambriento habrá recibido unas raciones de ayuda y la visita de un doctor de alguna ONG. En Occidente habrá quedado una vez más la imagen de una nueva fatalidad africana, reflejada en el moribundo que ilustró la portada de The New York Times (6).
Razón y emoción
Howard W. French (2004) (7) se lamenta de la escasa formación de los periodistas occidentales que cubren África. Considera que dicha “ignorancia” no sería tolerada por sus jefes si informaran de otra zona del mundo. En efecto, parece como si en África se bajara el listón de la exigencia y el rigor, y ante la falta de recursos para interpretar una organización social diferente, el periodista apela al manido “continente oscuro”, cita a una fuente occidental y acaba nombrando a Joseph Conrad. Del África clásica, la de los grandes imperios (Iniesta, 2010) (8), ni rastro en las crónicas.
El imaginario es un lastre, y el etnocentrismo no ayuda. Y si el conocimiento del continente es pobre o como mucho wikipédico, el resultado en la información de África es decepcionante: los africanos son presentados como sujetos pasivos, resignados a su destino, atenazados por prácticas culturales que son un escollo para su desarrollo y pedigüeños de Occidente.
En los conflictos, la denominada “fijación tribal” (Artis, 1970) (9) impide ver el bosque. Al explicar la guerra en clave tribal o étnica, se despolitiza un enfrentamiento que tiene casi siempre raíces complejas, de competición por el poder y los recursos naturales. En esa competición, el poder, a menudo, instrumentaliza la pertenencia identitaria, politiza la etnia, como ha ocurrido en conflictos de otros continentes, como los de los Balcanes en los años 90, presentados por los medios como étnicos o nacionales. Pero la politización de la etnia no significa que la causa principal del conflicto sea la pertenencia identitaria.
Un conflicto “tribal” consolida el imaginario del africano que se mueve por atavismos, por odios ancestrales y emociones. Ergo, los africanos son incapaces de vivir en una sociedad racional, avanzada y democrática. Unos rasgos que conforman la representación estereotipada del Otro, construida por quien se arroga, desde la creencia en su superioridad, el derecho a la categorización de la diferencia (Pickering, 2001) (11).
Este Otro, en este caso africano, ya no es categorizado por el color de la piel como lo hacían los racialistas de antaño sino por la pertenencia a una cultura a la que no se le reconoce ninguna aportación a la civilización más allá de sus manifestaciones folklóricas (danzas, tambores,..). Su lengua, aunque sea hablada por millones de personas, será considerada un dialecto, y de su historia, que obviamente tiene sus luces y sombras, se recordarán únicamente los episodios en que intervienen las potencias coloniales.
En las imágenes de las televisiones globales y en el discurso narrativo que lo acompaña o en el de la prensa escrita, África es el escenario del Apocalipsis pero también, en ocasiones, del Edén (Fair Jo, 1996) (12). El África del Apocalipsis, de las catástrofes, está presente en las informaciones de la hambruna de Somalia, las violaciones del Congo o las persecuciones del Darfur. El Edén, del África de la armonía, asoma en los medios mediante las playas, el bosque frondoso y el “buen salvaje”. Una vez más, la emoción es africana y la razón occidental, retumba la proclama del poeta Léopold Sédar Senghor en Ethiopiques (12), como subraya Iniesta (2009) (13).
Referencias
(1) “Non, nous n’avons jamais été amazones du roi du Dahomey, ni princes de Ghana avec huit cents chameaux, ni docteurs à Tombouctou Askia le Grand étant roi, ni architectes de Djénné, ni Madhis, ni guerriers. Nous ne nous sentons pas sous l’aisselle la démangeaison de ceux qui tinrent jadis la lance. Et puisque j’ai juré de ne rien celer de notre histoire, (moi qui n’admire rien tant que le mouton broutant son ombre d’après-midi), je veux avouer que nous fûmes de tout temps d’assez piètres laveurs de vaisselle, des cireurs de chaussures sans envergure, mettons les choses au mieux, d’assez consciencieux sorciers et le seul indiscutable record que nous ayons battu est celui d’en durance à la chicotte…” Césaire, Aimé, Cuaderno de un retorno al país natal, México, DF, Ediciones Era, 1969.
(2) Kaplan, Robert D., “The Coming Anarchy”, The Atlantic Monthly, febrero 1994.
(3) Gowing, Nik, “Real Time Television Coverage of Armed Conflicts and Political Crises: Does it Pressure or Distort Foreing Policy Decisions”, Working Papers Series, 1994-1, The Joan Shorenstein Center, Harvard University.
(4) Benthall, J., Disasters, relief and the media, I. B. Taurus, Londres, 1993.
(5) McNulty, M., “Media Ethnicization and the International Response to War and Genocide in Rwanda”, en T. Allen y J. Seaton (ed), The Media of Conflict, Zed Books, Londres, 1999.
(6) Fotografía en la portada que ilustra el texto “Somalis Waste Away as Insurgents Block Escape from Famine”, The New York Times, 2 de agosto de 2011.
(7) French, Howard W., A continent for the Taking: The Tragedy and Hope of Africa, Alfred A. Knopf, Nueva York, 2004.
(8) Iniesta, Ferran, El pensamiento tradicional africano, La Catarata, Madrid, 2010.
(9) Artis, William, “The Tribal Fixation”, en Columbia Journalism Review, otoño, 1970.
(10) Pickering, M., Stereotyping, Palgrave MacMillan, Basingstoke, 2001.
(11) Fair Jo, A., “War, famine and poverty: race in the construction of Africa’s media image”, en Journal of Communication Inquiry, 1996.
(12) Senghor, Léopold Sédar, Ethiopiques, París, 1974.
(13) Iniesta, Ferran, “El estigma de Cam. El negro en el pensamiento occidental”, en Castel, A. y Sendín, J. C. (ed), Imaginar África, La catarata, Madrid, 2009.