La pandemia de la COVID-19 nos ha traído una explosión del periodismo de datos, que ha saltado a las portadas de los periódicos y a las cabeceras de las webs. Día tras día, hemos seguido la evolución del número de casos, fallecidos, hospitalizados y curados, comparando continentes, países y regiones. Hemos aprendido a distinguir las tasas de letalidad (fallecidos entre contagiados) y las de mortalidad (fallecidos entre habitantes). Mapas y gráficas de todo tipo –con datos diarios o acumulados, con escalas lineales y ¡logarítmicas!– ocupan enormes espacios en las webs de los medios y en las pantallas de televisión. El seguimiento de la actualización diaria de los datos ofrecidos por el Ministerio de Sanidad se ha convertido en un ritual cotidiano para los medios y para muchos ciudadanos, ávidos por tratar de entender lo que está pasando, hasta dónde va a llegar la pesadilla y cuándo va a terminar o va a hacerse, al menos, manejable.
Pero este frenesí estadístico no convence a todo el mundo. Mucha gente, en público y en privado, se ha quejado de la mala calidad de los datos que estamos manejando, ya que la mayoría de ellos son imprecisos o incompletos. Los casos registrados en cada lugar dependen en parte del número de test que se hagan, y este número, que no siempre se conoce, es enormemente distinto de unos países a otros. Además, unos publican cifras de test realizados y otros de personas testadas (y, a veces, no sabemos exactamente cuál de las dos cosas), y algunos solo cuentan los test que miden la presencia del virus (los PCR) y otros incluyen los test que reconocen un contacto previo con él (los de anticuerpos).
La contabilidad de los fallecidos creíamos que era algo más segura y comparable; si bien, luego nos dimos cuenta de que algunos países estaban contando los fallecidos en hospitales, pero no a los que morían en sus domicilios y en residencias de ancianos. Algunos solo cuentan casos confirmados (con test positivos de COVID-19 antes de fallecer) y otros también casos probables, con síntomas semejantes, pero no testados. Más tarde, nos percatamos de que las estadísticas de exceso de mortalidad que tienen muchos países (diferencia entre el número de fallecidos registrados, por todas las causas, y el número esperable, basado en los promedios de años anteriores) diferían considerablemente, al alza, del número de fallecidos registrados atribuidos a la COVID-19.
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