¿En qué medida resulta legítimo combatir la desinformación?

 

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Autora: Amparo Huertas Bailén, Coordinadora de la Cátedra UNESCO de Comunicación (InCom-UAB)

Siempre es un buen momento para escuchar a Daniel Innerarity, incluso -y permitidme cierta ironía- cuando advierte de que no es experto en aquello que va a argumentar a continuación. Cuando le escucho pienso en la eficacia de la interdisciplinariedad – o quizá sería mejor decir en la recomendación de formar equipos de investigación con miembros de procedencias diversas-, pero, sobre todo, pienso en la necesidad de recuperar el pensamiento reposado y alimentado a base de permanentes lecturas críticas.

Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador de la Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, ha sido el protagonista de la 43ª edición del Forum de la Comunicació, organizado por el Consell de l’Audiovisual de Catalunya el 21 de abril de 2021. A partir del título “Cómo sobrevivir en la sociedad de la desinformación”, Daniel Innerarity ha compartido sus reflexiones en torno a todo lo que conlleva plantearse combatir la desinformación en un sistema democrático.

El filósofo parte de la idea de que la democracia es un régimen de libre opinión, al que la digitalización ha contribuido facilitando la comunicación -por ejemplo, haciendo que haya menos voces marginadas-, pero teniendo en cuenta que un mal uso de esa libertad, unido a la propia naturaleza de los entramados digitales, favorece el caos. Pero, Innerarity, además de desgranar los pros y los contras, también perfila soluciones a partir de preguntas clave.

La sociedad de la desinformación: democrática y desorientada

El filósofo describe la sociedad actual a partir de dos ideas. En primer lugar, los entornos digitales han hecho posible que las conversaciones privadas y públicas se mezclen, lo que ha supuesto una desjerarquización en las relaciones. Ahora es posible que periodistas dialoguen con lectores y que lectores dialoguen con periodistas y lo mismo sucede entre creadores y usuarios o entre personajes políticos y votantes, por citar solo algunos ejemplos.  Esta horizontalización del espacio comunicativo, explica Innerarity, hace que “no haya ninguna palabra pública protegida de la crítica” y, al mismo tiempo, que aparezcan “nuevas posibilidades para la transformación de la política”. Pero, en paralelo -y esta sería la segunda idea-, ahora se desconfía de los mediadores. Es como si se hubiera llegado a aceptar que el mundo no necesita de la interpretación, como si se creyera que ya es suficiente con el acceso a opiniones expresadas sin filtro alguno y no siempre hechas con criterio.

Daniel Innerarity llama también la atención sobre la rapidez con la que el discurso dominante ha cambiado. Si en un principio se hablaba de Internet como emblema del espacio democrático -e Innerarity pone como ejemplo la “primavera árabe”-, ahora el discurso parece centrarse más bien en los problemas (hackers, trolls, difusión de teorías de la conspiración, intromisión en las campañas políticas,…). Es decir, Internet ha pasado de ser considerada un emblema democrático a todo lo contrario, una herramienta que debilita la soberanía democrática.

El fact-checking no siempre sirve

Hablemos ahora de la post-verdad. Pero… ¿hubo un momento de absoluta verdad previamente? Una vez más, Innerarity nos hace fijarnos en la propia palabra. Es verdad que las mentiras actuales son de otro calibre y dimensión, pero la mentira siempre ha existido, nos explica.

Y su discurso avanza y llega más allá del término en sí. Lo importante es pensar cómo se debe actuar ante esta “desregularización del mercado cognitivo”, ante este “cortocircuito” que han vivido las instituciones del saber, también la academia. Ante este “tribalismo epistémico” -en las redes “coexisten visiones del mundo sin puentes ni traductores”, dice Innerarity-, el filósofo se plantea qué podemos hacer.

Innerarity comienza su reflexión con una opinión clara acerca de la estrategia del Fact-checking: esto no nos sirve. Comprobar si las afirmaciones que alguien hace tienen detrás hechos que demuestran su certeza o no resulta realmente complicado. Por ejemplo, ¿qué hacemos cuando se trata de valoraciones? La mayor parte de las frases que se proponen chequear proceden de políticos y muchas son valoraciones sobre proyectos, expresan expectativas o esperanzas,… Innerarity nos recuerda que las valoraciones pueden ser convenientes o no, razonables o no, pero en ningún caso se pueden clasificar como verdaderas o falsas. No es posible “establecer una línea entre aquellas que se pueden poner en manos de un juez y aquellas que no”, remata Innerarity.

Las limitaciones a la hora de regular el entorno digital

Pero Innerarity no quiere dar la imagen del filósofo pesimista, lo que él quiere mostrar son las limitaciones que supone regular este entorno. Para él, un sistema democrático avanzado supone “sufrir la amenaza específica de tolerar muchas cosas que no nos gustan” e, inmediatamente después, advierte del peligro que puede suponer aceptar a quienes quieren “administrar la verdad”. Eso no significa que nos tengamos que rendir, pero “en una democracia solo se puede luchar en un entorno de pluralismo organizado. La democracia es un conflicto de interpretaciones”. Innerarity no lo puede expresar con más claridad y, de hecho, acaba esta parte de su ponencia diciendo lo siguiente: “protejámonos de los instrumentos que nos quieren proteger de las mentiras”.

Para Innerarity el problema está en cómo arbitrar el error y no, en el propio error. Que un contenido sea falso, no es argumento suficiente para defender la limitación de las interacciones. Una opinión no puede estimarse como falsa o verdadera, como tampoco es igual una mentira voluntaria que una equivocación. A partir de esta dificultad para identificar lo falso, el filósofo propone pensar en la falsificación, es decir, en una falsedad consciente y deliberadamente falsa. De hecho, Innerarity llega a considerar que se debería hablar de “falsas noticias” en lugar de “noticias falsas”.

Atacar la falsificación

Con esta visión, se hace evidente que atacar lo falso carece de sentido y que, en su lugar, se debería pensar en cómo detectar y sancionar a las personas que propagan contenidos aun sabiendo que son falsos.

Estaríamos hablando, entonces, de detectar “la maldad del error”, que tampoco es tarea sencilla. “Se puede tolerar la equivocación, pero no la difusión de lo falso”, apunta Innerarity, pero ¿cómo se podría diferenciar entre una falsedad inocente y una falsedad culpable? O ¿qué se debería hacer con los partidos políticos que utilizan la falsedad como estrategia?

Además, para atajar la falsedad, antes habría que pensar en cómo identificar su autoría. ¿Sería posible pensar en un entorno digital donde solo pudieran participar personas claramente identificadas? (es decir, donde cuentas anónimas o directamente falsas no pudieran estar activas). Y otra pregunta todavía más compleja: ¿quién debería moderar esta contienda?

Eso sí, ante el mínimo atisbo de autoritarismo, Innerarity enfatiza la importancia de que sigan pudiendo circular todo tipo de opiniones: esto no solo ayuda a tener menos errores, sino que esa información también “da pistas a quienes tienen que tomar decisiones políticas”. Para el filósofo, el mejor modelo sería “la libertad limitada de opiniones acorde con los valores democráticos”. Y, de cara a la ciudadanía, su receta es seguir una dieta variada. Innerarity defiende que las mejores decisiones se toman cuando se han tenido en cuenta las opiniones de personas diversas o, dicho de otra manera, no basta con consultar a un grupo altamente competente si todos los miembros tienen el mismo perfil.

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