Antonio Calleja-López
Desde la revolución industrial, las innovaciones tecnológicas han ido de la mano de una transformación de nuestras vidas y de los conceptos con los que nos pensamos. Así, en las últimas décadas, avances en ámbitos como la biotecnología o las TIC han ido ligados al surgimiento de narrativas rivales en torno a las relaciones entre humanidad y tecnología. Desde la década de los 90 y los 2000, una de ellas ha sido el transhumanismo, una visión abanderada por figuras de Silicon Valley como Ray Kurzweil, director de ingeniería en Google, que afirman que debemos usar la tecnología para mejorar radicalmente nuestra constitución biológica, cognitiva y social. Más recientemente, el humanismo tecnológico ha subrayado una urgencia inversa, no la necesidad de tecnologizar lo humano sino la de humanizar la tecnología, introduciendo la ética y los valores del humanismo en su seno para evitar que nos destruya. Esta segunda posición agrupa a figuras públicas que van desde algunos renegados de Silicon Valley a intelectuales como José María Lasalle, Secretario de Estado para la Sociedad de la Información y Agenda Digital con Mariano Rajoy entre 2016 y 2018.
Lejos de ser juegos retóricos anecdóticos, estas visiones van ligadas a agendas político-económicas de medio y largo plazo que podrían definir el futuro de ambas, humanidad y tecnología. Mientras que el transhumanismo parece triunfar entre actores ligados a grandes empresas tecnológicas y fondos de inversión (particularmente, americanos), el humanismo tecnológico empieza a traducirse en estrategias de colaboración entre actores públicos, como el Gobierno central y el Ayuntamiento de Barcelona, y actores privados, como los congregados cada año en torno a grandes eventos como el Smart City Expo y el Mobile World Congress.
En torno al humanismo: las medidas y las concepciones de lo humano.
Tanto el transhumanismo como el humanismo tecnológico hunden sus raíces en una de las grandes narrativas de la modernidad, el humanismo, que, en tanto que filosofía del Hombre1 , situó al ser humano (especialmente, al hombre blanco, culto y propietario) como medida de la realidad. Si bien a veces se identifica al humanismo con un movimiento cultural que floreció entre los siglos XIV y XVI, lo cierto es que buena parte de las ideas humanistas anteceden a ese periodo y han pervivido mucho más allá de él. Intuiciones del Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico della Mirandola, escrito en el siglo XV, perduran en obras de Sartre o en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, escritas a mediados del XX. Por ello, más allá del umanesimo italiano, parece necesario pensar el humanismo como una constelación filosófica característica de la Modernidad, algunas de cuyas coordenadas pueden encontrarse ya en la tradición grecorromana.
No sin una inevitable simplificación, podría decirse que han sido tres las medidas de lo humano en la tradición filosófica humanista. Una primera, que podría definirse como la medida “exterior”, apunta a la relación entre el ser humano y el resto de realidades del universo. Para la tradición filosófica humanista el ser humano es “la medida de todas las cosas” (como anticipara Protágoras, aún en un mundo naturocéntrico), el potencial propietario de todas ellas (como declarase Locke en la emergencia del capitalismo y el individualismo posesivo) y su conocedor y agente moral clave (como afirmara Kant en la cúspide de la Ilustración). Además de esta medida exterior habría una segunda métrica de lo humano, la que podríamos calificar como “interior”, que apunta a la relación entre el ser humano y su diversidad interna, tanto social como personal. Esta segunda medida podría rastrearse en la disputada sentencia de Terencio que reza “humano soy, y nada de lo humano me es ajeno”. En ella, las diferencias entre seres humanos, sean sociales o morales, intelectuales o sentimentales, podrían retrotraerse a una misma y compleja condición humana, demasiado humana, como la calificase Nietzsche siglos más tarde. El tercer gesto del humanismo, la medida que denominaremos “superior”, apunta a un ideal de plenitud, es decir, a un despliegue completo de las mejores posibilidades del ser humano. Históricamente, esta tercera medida coaguló en ideales que fueron desde las virtudes de la tradición antigua (como la templanza, la valentía, la prudencia y la justicia platónicas o la humanitas ciceroniana) hasta la excelencia intelectual, moral y sentimental de los modernos. De la paideia griega en adelante, la educación se planteó frecuentemente como medio privilegiado para alcanzarlas.
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