Siempre que tengo una conversación con un adulto sobre cómo y cuánto usan los teléfonos móviles los adolescentes le pido que compruebe las estadísticas de uso de su propio teléfono. Algunos ni siquiera saben que existen. La mayoría descubren horrorizados la cantidad de horas de vida que regalan a aplicaciones triviales. Lo más parecido al uso que hace un adolescente del teléfono móvil es el uso que hace un adulto del teléfono móvil.
La tecnología digital se ha incorporado a nuestras vidas profunda y larvadamente. Sabemos que tenemos escaso control sobre ella pero, al mismo tiempo, sentimos que nos proporciona algún tipo de satisfacción cortoplacista que va más allá de su utilidad inmediata. Tal vez por eso se ha popularizado una versión tecnológica de la teoría del anzuelo químico con la que a veces se intenta explicar la adicción a las drogas. Desde esa perspectiva, el consumo compulsivo de drogas sería el efecto automático de la reacción química que ciertas sustancias, como la heroína, producen en nuestro cerebro, con independencia de nuestra voluntad o del contexto social. A veces hablamos como si pasara algo parecido con la tecnología digital. Los algoritmos diseñados para competir por nuestra atención producirían en nuestras mentes un efecto mecánico que sería particularmente agudo en los cerebros inmaduros de los jóvenes.
La metáfora de la adicción para explicar nuestra relación con la tecnología digital es muy pobre. Normalmente, cuando hablamos de “los móviles” o “la tecnología” nos referimos a muchas cosas distintas a la vez: redes sociales, herramientas de trabajo, información enciclopédica, diferentes formas de consumo… Casi nadie está en contra de que un joven emplee un teléfono móvil para aprender una coreografía, grabar un corto de ficción o jugar al ajedrez. El símil toxicológico difumina todas esas diferencias. Pero es que, además, esa concepción de las adicciones ni siquiera funciona para las drogas duras. La teoría del anzuelo químico es mala ciencia. Hoy sabemos que en el consumo de drogas hay pocas cosas que importen tanto como el contexto. Las mismas ratas de laboratorio que viven en condiciones de cautividad extrema y prefieren morir de hambre antes que dejar de drogarse desprecian la heroína cuando las estudiamos en un entorno agradable en el que pueden desarrollar vínculos con otros miembros de su especie.
Tal vez en la crítica de la concepción tradicional de las adicciones haya una moraleja interesante para entender nuestra relación con el mundo digital. Casi nadie “elige”, en ningún sentido razonable de la palabra “elegir”, dedicarse a vagar sin rumbo por las redes sociales en vez de ver a sus amigos, tocar un instrumento musical o lo que sea que le suponga una fuente de realización personal. El móvil es nuestra elección residual cuando las actividades y relaciones significativas no están presentes en nuestras vidas como nos gustaría, ya sea porque no están efectivamente disponibles o porque sentimos que no tenemos el tiempo, la energía o la disposición adecuada para dedicarnos a ellas. Se suele decir que nadie en su lecho de muerte se reprocha no haber dedicado más tiempo a su trabajo de oficina, me cuesta imaginar que en esa misma situación alguien eche de menos no haber pasado más horas subiendo fotos a Instagram. Nuestra relación compulsiva con la tecnología tal vez no habla tanto de los smartphones y su capacidad intrínseca para absorber nuestra atención como de una experiencia de vida empobrecida por el trabajo asalariado, la fragilización de las relaciones personales y el consumo hedonista; y de nuestra impotencia colectiva para construir una alternativa a todo eso.
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