JOSÉ LUIS MORENO PESTAÑA
En la sociedad de la información interaccionamos con gran cantidad de relatos, compuestos de imágenes y palabras, sobre qué es tener un cuerpo como es debido, es decir, deseable, saludable y, dado que tenemos que ganarnos la vida, rentable, valioso para quien nos emplea o interesante para las personas con las que necesitamos contactar para progresar. La fuente de esos relatos se encuentra en algoritmos producidos por la inteligencia artificial que nos asignan qué es lo que nos gusta, nos conviene y nos interesa. Como ha demostrado Massimo Airoldi (Machine Habitus: Toward a Sociology of Algorithms, 2021), las máquinas parecen tener un habitus, concepto vinculado con la sociología del gusto de Pierre Bourdieu.
Todos tenemos ciertas disposiciones a actuar de una determinada manera ante ciertas situaciones. En esos momentos cabe retraerse o exponerse y hacerlo con estilos distintos, con un toque masculino o femenino, típico de personas prosaicas o de gente que se presume sofisticada, poniendo toda la carne en el asador o con distancia irónica y desdén. Es un modo de ser del que no somos casi conscientes y controlarlo nos cuesta horrores. De hecho, para evitar esas propensiones debemos estar muy alerta y activar una atención muy tensa. Eso es el habitus: el resultado de construirnos un segundo cuerpo cultural a partir de nuestra experiencia, sobre todo de aquella procedente de nuestro primer núcleo de relaciones. En este se incuban criterios que nos inclinan a que algo nos guste o nos disguste. Esas primeras tendencias pueden corregirse, aunque no es fácil, ya que establecen una tonalidad con la que nos enfrentamos al mundo. Es verdad, que los gustos con los que se formó nuestro cuerpo pueden cambiar tras el contacto con diferentes contextos y otras personas procedentes de otras realidades; desgraciadamente, no es sencillo y podría pensarse que esos gustos son análogos a la primera programación de la inteligencia artificial. Nuestro cuerpo íntimo como personas sexuadas, vinculadas con imágenes de lo que se debe apreciar y lo que no, puede ser adiestrado para el cambio, al igual que las plataformas recogen datos en la interacción con usuarios que validan lo que se les ofrece como bello, saludable o socialmente apropiado. Los cuerpos con los que entramos en relación, formados en sus peculiares periplos, generan nuevos gustos pero siempre a partir de unas primeras pautas de clasificación.
Pensemos en un algoritmo que nos proporciona consejos de salud o de belleza. Ese algoritmo procede de la cultura que tuvieron los programadores, que suelen ser personas de determinados grupos sociales y que tienen por evidentes ciertos criterios de gusto o de disgusto, de lo que es saludable y de lo que no. Los usuarios pueden modificar esos criterios, pero siempre dentro de los códigos de la programación, si bien los dispositivos más avanzados conocen la emergencia de articulaciones imprevisibles para los programadores. En esos casos la programación de base juega un papel, pero surgen dinámicas nuevas.
Aunque existan estos desarrollos imprevisibles, la programación juega un rol estratégico. Un problema básico al que nos enfrentamos es el de si los criterios de salud o de belleza, de cómo alimentarse, hacer deporte o vestirse, obedecen a los presupuestos de una experiencia social sesgada que tiende a clasificar como insano o feo lo que creían como tales personas de una determinada clase social, con sus correspondientes niveles de cultura y modelos de relación con los demás. El cuerpo de la programación, como la dimensión íntima del habitus, tiende a ser acogedora con determinados cuerpos y despectiva con otros, y por tanto a orientarnos según modelos sociales muy discutibles.
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