La educación como entrenamiento para el cambio permanente. Mensajes uniformes que buscan convertir al alumno en trabajador flexible para un mundo que no podrá transformar. Frente al dogma de la resignación, la filósofa catalana Marina Garcés propone en su nuevo libro un aprendizaje con vistas a la emancipación colectiva.
Escuela de aprendices (Galaxia Gutemberg) trasciende el paradigma del alumno como protagonista de su aprendizaje. No se trata de elegir parcialmente contenidos o áreas de interés, sino de reflexionar juntos cómo queremos ser educados, tratando de responder a la pregunta en su sentido más profundo. El aprendiz (todos nosotros, en cualquier ámbito de la vida) se alía con sus iguales para cuestionar un modelo con disfraz transformador y esencia monolítica.
Hablamos por videoconferencia con Marina Garcés (Barcelona, 1973), filósofa, profesora universitaria y agitadora del pensamiento crítico. En sus respuestas aparece con frecuencia el verbo reducir: eso trata de hacer el capitalismo cognitivo con la conciencia, el debate, la imaginación. Su obra, por el contrario, pretende ampliar horizontes donde atisbar juntos mundos posibles.
Denuncias cómo el sistema se ha apropiado del lenguaje de la pedagogía renovadora. Suena un poco a Gatopardo, a cambio aparente para que todo siga igual.
El neoliberalismo ha incorpotado conceptos que antes eran propios de la crítica institucional y de las experiencias de transformación social. El combate contra las jerarquías, la rigidez… Esas lógicas —propias del capitalismo industrial— se desbordan en el capitalismo cognitivo, un sistema basado en la flexibilidad y el movimiento constante. En pedagogía, la consecuencia es que ciertas prácticas en un tiempo revolucionarias tienen parte de su lenguaje y modos de funcionar transferidos a los modelos hegemónicos.
La innovación como sinónimo de cambio vertiginoso, repleto de novedades tecno-metodológicas. Con un ajetreo continuo que impide abordar preguntas de fondo como la que tú te haces: ¿cómo quereremos ser educados?
Es una distracción en parte deliberada —ya que los mercados ven una oportunidad de negocio e, incluso, de formatear esos futuros que están por definir— y en parte procedente de la desorientación de nuestro tiempo. Se tapa la crisis educativa, que es una crisis de civilización, reduciendo el debate a lo metodológico y haciendo difícil imaginarnos en relación con los demás y respecto a unos futuros compartidos. Hemos convertido el debate pedagógico en rivalidad y conflicto entre recetas superficiales.
En esa desorientación cala en todos los ámbitos, también en el educativo, el mensaje de que todo es demasiado complejo para ser entendido. Y que, en cualquier caso, las posibles explicaciones tienen fecha de caducidad.
Nos hemos instalado en la obviedad de la incertidumbre. Todo es incierto, complejo, demasiado rápido… Y en vez de buscar las herramientas para poder leer lo que ocurre, para descifrar la realidad, nos resignamos a buscar respuestas eficaces al cambio permanente y a entrenarnos para este objetivo. La realidad como cambio permanente es una definición vacía de valores, relaciones, afectos, propósitos. Y deriva en una educación meramente adaptativa.
Hemos convertido el debate pedagógico en rivalidad y conflicto entre recetas superficiales
Se impone en la escuela la idea de que una transformación profunda no es viable. Que a lo máximo que podemos aspirar es a acatar eso que llamas servidumbre adaptativa ante un mundo en el que la obsolescencia y la incertidumbre son las norma.
La noción de servidumbre adaptativa es clave para entender por qué ya no estamos en relaciones de obediencia mecánica. Es cierto que se mantienen algunas pautas rígidas: horarios, franjas de edad… Pero lo importante es que se intenta reducir nuestra capacidad de aprendizaje a una flexibilidad codificada que aspira a soluciones inmediatas.
Para el alumno se trata de una mensaje descorazonador: todo cambia, pero tú no puedes cambiar nada.
Hace un par de años unas alumnas de bachillerato me preguntaron: «¿Cómo podemos comprometernos con nuestro futuro?». Les respondí que comprometiéndose con su presente. Pero parece que el presente está anulado, que no es más que un tránsito, un lugar de circulación. Lo que esta actividad adaptativa no permite percibir es la relación causal entre presente y futuro, precisamente porque se da por hecho que tú no vas a causar nada: eres una función de ese cambio, no un agente del mismo, un sujeto político.
El dogma de la flexibilidad se plantea ante todo en términos laborales: éxito educativo significa convertirse en un trabajador que sepa adaptarse para mejorar sin límites su rendimiento. Y el que no lo logre será, como dices, un residuo.
La gran tensión dinámica se produce entre dos polos: potencial y residuo. Vales mientras puedas renovar, actualizar, maximizar tu potencial. Cuanto más lejos estés de lograrlo —ya sea por factores de origen, clase, raza, género, edad…— más residualidad acumulas. Muchos jóvenes sienten que no tienen ni siquiera una primera partida en este juego de las oportunidades.
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