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Tres cartas a un amigo para adentrarnos en el cine del director italiano: su paisaje, su estética, su política
Rodrigo García Marina
Una
Querido Pablo:
No sé nada sobre cine. En el lugar en el que he crecido no existen las imágenes, ni la posibilidad de rendirles culto. Todas las formas que conocí cuando niño eran la excusa de la posibilidad de un mundo donde ninguna cosa quedara reflejada. Mi abuelo Andrés nació ciego. Mi abuela Antonia se volvió ciega. En algún momento de su vejez, tras décadas en las sombras, olvidó nuestros nombres y olvidó la luz. Y yo he sido el único miedo que heredó el miedo de un día llegar a perder la vista.
Uno de mis empeños filosóficos, no han sido tantos ni tan nobles como los tuyos, fue hace unos años conocer en profundidad la filosofía helenística. Entre sus más destacadas figuras tenemos a Plotino. Su alumno Porfirio escribe una biografía sobre la vida del maestro donde dice de él que era un hombre que evitó ver su rostro y que, de algún modo, su último momento en la tierra como leproso repudiado por sus compañeros fue el culmen de un sistema filosófico que encontró en el cuerpo y en la contingencia de la materia una cárcel. Para estos filósofos el cuerpo no solo es una cárcel y la corporalidad una expresión de todo lo que nos arrebata vivir, es también un lugar donde a partir del desinterés por el mismo, junto a sus funciones tales como asearse, cuidarlo o alimentarlo, se puede hacer una filosofía que nos reconcilie con la identidad imaginada del Uno. Al final todos estos ambages teóricos me han sido útiles para preguntarme por la pasión que les condujo a pensar y actuar del modo en que lo hicieron. Qué ocurriría si alguien me amara con la misma ceguera con la que Porfirio amó a Plotino. Si alguien tuviera ese poder y ese alguien imaginado arrojara sus manos como quien arroja el agua dulce por la borda en un naufragio o como quien, en la tragedia de Edipo que Pasolini rehace para el campesinado, se arranca los ojos para no ver más tierra. Cuando en otra tragedia –donde convierte a Medea en la heroína de los ignorantes– el italiano hace decir a un centauro: tutto è santo, se refiere a que todo mantiene la indisponibilidad de la tierra que entierra el cuerpo querido. ¿Quién no tuvo que sacrificar algo amado porque interpuso el afán por restablecer la justicia?
En mi vida se dieron algunas imágenes tramposas. La imaginería de Semana Santa, por ejemplo, se sustentaba en la posibilidad de leer. En nuestro caso, muchos siglos después, reproducíamos un viciado desconocimiento sobre estas imágenes. Las adorábamos. Si bien habíamos conocido las historias, éstas debían ser paseadas nuevamente para mantenerse vívidas y para que los provenientes de familias practicantes pudiéramos reconocerlas. Aun a sabiendas que es posible leerlo en algún artículo o sencillamente ver un vídeo en Youtube, pasear la imaginería e ir a contemplarla, resulta una manera entre muchas de acabar con el cine. Requiere siempre del trabajo del costalero, del riesgo de lo impredecible, que alguien tropiece, que llueva o que la marcha inesperadamente se detenga. No digo que el cine carezca de ritos, solo que sus modos de compartirlos son otros y en ocasiones no aparecen en pantalla.
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Tres cartas a un amigo para adentrarnos en el cine del director italiano: su paisaje, su estética, su política
Rodrigo García Marina
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Querido Pablo:
No sé nada sobre cine. En el lugar en el que he crecido no existen las imágenes, ni la posibilidad de rendirles culto. Todas las formas que conocí cuando niño eran la excusa de la posibilidad de un mundo donde ninguna cosa quedara reflejada. Mi abuelo Andrés nació ciego. Mi abuela Antonia se volvió ciega. En algún momento de su vejez, tras décadas en las sombras, olvidó nuestros nombres y olvidó la luz. Y yo he sido el único miedo que heredó el miedo de un día llegar a perder la vista.
Uno de mis empeños filosóficos, no han sido tantos ni tan nobles como los tuyos, fue hace unos años conocer en profundidad la filosofía helenística. Entre sus más destacadas figuras tenemos a Plotino. Su alumno Porfirio escribe una biografía sobre la vida del maestro donde dice de él que era un hombre que evitó ver su rostro y que, de algún modo, su último momento en la tierra como leproso repudiado por sus compañeros fue el culmen de un sistema filosófico que encontró en el cuerpo y en la contingencia de la materia una cárcel. Para estos filósofos el cuerpo no solo es una cárcel y la corporalidad una expresión de todo lo que nos arrebata vivir, es también un lugar donde a partir del desinterés por el mismo, junto a sus funciones tales como asearse, cuidarlo o alimentarlo, se puede hacer una filosofía que nos reconcilie con la identidad imaginada del Uno. Al final todos estos ambages teóricos me han sido útiles para preguntarme por la pasión que les condujo a pensar y actuar del modo en que lo hicieron. Qué ocurriría si alguien me amara con la misma ceguera con la que Porfirio amó a Plotino. Si alguien tuviera ese poder y ese alguien imaginado arrojara sus manos como quien arroja el agua dulce por la borda en un naufragio o como quien, en la tragedia de Edipo que Pasolini rehace para el campesinado, se arranca los ojos para no ver más tierra. Cuando en otra tragedia –donde convierte a Medea en la heroína de los ignorantes– el italiano hace decir a un centauro: tutto è santo, se refiere a que todo mantiene la indisponibilidad de la tierra que entierra el cuerpo querido. ¿Quién no tuvo que sacrificar algo amado porque interpuso el afán por restablecer la justicia?
En mi vida se dieron algunas imágenes tramposas. La imaginería de Semana Santa, por ejemplo, se sustentaba en la posibilidad de leer. En nuestro caso, muchos siglos después, reproducíamos un viciado desconocimiento sobre estas imágenes. Las adorábamos. Si bien habíamos conocido las historias, éstas debían ser paseadas nuevamente para mantenerse vívidas y para que los provenientes de familias practicantes pudiéramos reconocerlas. Aun a sabiendas que es posible leerlo en algún artículo o sencillamente ver un vídeo en Youtube, pasear la imaginería e ir a contemplarla, resulta una manera entre muchas de acabar con el cine. Requiere siempre del trabajo del costalero, del riesgo de lo impredecible, que alguien tropiece, que llueva o que la marcha inesperadamente se detenga. No digo que el cine carezca de ritos, solo que sus modos de compartirlos son otros y en ocasiones no aparecen en pantalla.
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