Protejamos nuestros datos. No olvidemos cómo los usaban los nazis

 

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[:es]Carissa Véliz (México, 1988) es filósofa y miembro del Hertford College de la Universidad de Oxford. Este extracto es un adelanto de su libro ‘Privacidad es poder. Datos, vigilancia y libertad en la era digital’, de la editorial Debate. Se publica este 16 de septiembre.

Carissa Véliz

Los datos personales se les puede dar, se les da y se les seguirá dando un mal uso. Y algunos de los usos abusivos de los datos personales son más mortíferos que el amianto.

Uno de los ejemplos más letales de abuso de los datos fue el del régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando los nazis invadían un país, enseguida se apoderaban de los registros locales como primer paso para controlar a la población y, en particular, para localizar a los judíos. Había mucha variación entre países, tanto en lo referente al tipo de registros que llevaba cada uno como a la reacción que mostraban ante aquella sed nazi de datos. La comparación más extrema es la que ofrecen Países Bajos y Francia.

Jacobus Lambertus Lentz no era nazi, pero hizo más por el régimen nacionalsocialista alemán que la mayoría de los más fervientes antisemitas. Era el inspector de registros de población holandés y su debilidad eran las estadísticas demográficas. Su lema era “Registrar es servir”. En marzo de 1940, dos meses antes de la invasión nazi, propuso al Gobierno de su país la instauración de un sistema de identificación personal que obligara a todos los ciudadanos a llevar un carnet de identidad. La tarjeta utilizaba tintas traslúcidas que desaparecían a la luz de una lámpara de cuarzo, así como un papel con marca de agua, todo con el propósito de dificultar su falsificación. El Gobierno rechazó su propuesta con el argumento de que un sistema así sería contrario a las tradiciones democráticas holandesas, pues equivaldría a tratar a las personas comunes como si fueran delincuentes. Lentz se llevó una gran desilusión. Unos meses más tarde, volvió a proponer la misma medida, aunque, esta vez, a la Kriminalpolizei del Reich. Las fuerzas de ocupación estuvieron encantadas de ponerla en práctica.

Todos los holandeses adultos pasaron a tener la obligación de llevar un carnet de identidad. En las tarjetas que llevaban los judíos se estampaba una J: una sentencia de muerte en sus bolsillos.

Además de los carnets, Lentz empleó máquinas Hollerith —aparatos tabuladores vendidos por IBM que se valían de tarjetas perforadas para grabar y procesar datos— para ampliar la información registrada sobre la población. En 1941 se emitió un decreto que obligaba a todos los judíos a inscribirse en su oficina local del censo. Durante décadas, los holandeses habían recopilado ingenuamente datos sobre la religión y otros detalles personales de sus ciudadanos con la idea de crear un sistema que pudiera hacer un seguimiento de cada individuo “desde la cuna hasta la tumba”. Lentz y su equipo de colaboradores usaron las máquinas Hollerith y toda la información de la que disponían para facilitar a los nazis el seguimiento de personas.

En Francia, a diferencia de lo que ocurría en Países Bajos, los censos no recababan información sobre religión por razones de privacidad. El último censo que había recopilado datos de esa clase databa de 1872. Henri Bunle, jefe de la oficina de Estadística General francesa, dejó claro a la Comisión General sobre Asuntos Judíos en 1941 que Francia desconocía cuántos judíos tenía y, más aún, dónde vivían. Además, Francia carecía de la amplia infraestructura de tarjetas perforadas de la que disponía Países Bajos, lo que dificultaba la recopilación de nuevos datos. Si los nazis querían que la Policía llevara un registro de la población, esta tendría que hacerlo manualmente, con formularios de papel y fichas de cartulina.

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