Reseña de Ilustración y (anti-)cartoon. Estudios sobre cine de animación clásico, de Antonio Castilla

 

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David Ferragut

El camino tomado por Antonio Castilla en Ilustración y (anti-)cartoon (Comares, 2024) para entender el cine de animación clásico está plagado de momentos de riesgo. Sus fundamentos filosóficos, tanto aquí como en su trabajo anterior, La imagen-grito (Comares, 2018), son los estudios sobre cine de Gilles Deleuze —pero no únicamente, como señalaré después—. Se acerca a ellos respetando su ya conocida taxonomía: la imagen-movimiento se corresponde con el cine clásico (tópicamente, desde 1915) y por tanto también la animación clásica debe enlazarse con este primer momento; y la imagen-tiempo con el cine moderno (a partir de 1945; en la animación aparecería después), que queda apuntada al final cuando el modelo afianzado por Disney (desde Blancanieves y los siete enanitos [David Hand, 1937] hasta El libro de la selva [Wolfgang Reitherman, 1967]) entra en crisis, en particular con la película Las aventuras de Hols, el príncipe del Sol (Isao Takahata, 1968).

Pero si debe mantener hasta cierto punto una proximidad con Deleuze aquí, se distancia de él —y, dicho sea de paso, de un modo que Deleuze y Guattari sostenían en ¿Qué es la filosofía? como aquel proceder propio del filósofo— haciendo proliferar los conceptos, desplegando una historia natural de las imágenes. Castilla encuentra tres grupos principales de imágenes para la animación clásica (imagen-cartoon, imagen-anticartoon e imagen-ilustración), de los cuales señala siete variedades para los dos primeros y dieciséis para el tercero, con sus respectivos tres signos de composición y generación (características formales y de formación), de modo que el libro es un complejo destilado conceptual en apenas 120 páginas. Al final del volumen se encuentra, por cierto, un glosario de estas imágenes y signos, lo que facilita la consulta y en parte hace la lectura menos exigente que La imagen-grito, donde dicho glosario no estaba y teníamos que reconstruir el esquema subyacente —que, dicho sea de paso, se iba desplegando meridianamente—.

Esta estructura, como se observa, parece adelantar un segundo volumen que se ocuparía de la animación moderna, pero tiene además un complemento, que Castilla presenta como desgajado del resto aunque creemos que no lo estaría realmente, como es la llamada imagen-fantasma (variedad única): movimiento y cambio sin estabilidad, apariencia como el destello sobre un cristal, es aquella que tiene que ver con las películas de Émile Cohl o Stuart Blackton, es decir, con imágenes anteriores a 1915 y por tanto al modelo clásico (cine de los orígenes), lo que vendría a ocupar un periodo no tratado por Deleuze en modo alguno, y mucho menos en relación al cine de animación.

Para sintetizar el contenido del libro, esta que hemos mencionado sería algo así como la imagen de partida, pero la impernanencia de la forma, o este movimiento desatado de los trazos, pronto se estabiliza en una figura, un personaje, un nombre propio, con la imagen-cartoon, como ocurre en el cine de Winsor McCay (1911 en adelante) o en Félix en Hollywood (Otto Mesmer, 1923). Esta imagen, que adquiere cierta complejidad tanto en los personajes como desde un punto de vista narrativo, fue recusada con lo que Castilla denomina imagen anti-cartoon, que abandona el aspecto más experimental, más lúdico si se quiere, a partir del cine de Lotte Reiniger (Las aventuras del príncipe Achmed, 1926) hasta El cuento del zorro (Ladislaw Starewicz, 1937), ejemplos que señalan cómo la movilidad extrema de la imagen-fantasma acaba reduciéndose a su mínima expresión en rígidas figuras de papel o en animales disecados.

Si bien hasta ahora hemos destacado las deudas de este libro con Deleuze, sin embargo no es este su único fondo filosófico. Ya en La imagen-grito vemos que, a diferencia del cine de terror clásico que partía del “esquema sensoriomotor” (Bergson) con el que Deleuze construía las imágenes del cine clásico, el cine de terror moderno se explicaba a partir del “desgarro” del sujeto trascendental de Kant (Castilla, 2018: 79) y por extensión localizaba en sus puntos de articulación (y de rupturas posibles) las imágenes que debían ser definidas: “Para Kant […] no somos la unión de dos substancias [pensamiento y extensión, mente y cuerpo si se quiere decir de otro modo], sino que nuestra subjetividad es doble y sólo alcanza la unidad mediante la síntesis de sus dos componentes heterogéneos. Pero como según este autor no hay una sola, sino tres operaciones implicadas en la síntesis, tendremos necesariamente que revisar cada uno de esos tres aspectos” (íbid.: 83).

Un desarrollo filosófico similar encontramos en Ilustración y (anti-)cartoon especialmente a partir de la imagen-ilustración y sus variantes, que vendría a abarcar el cine de animación clásico y sobre todo, aunque no exclusivamente, la era dorada de Disney. Y es de nuevo Kant el que dirige la construcción de imágenes: al referirse al término “ilustración”, Castilla distingue dos significados: la “representación gráfica” de un texto y el movimiento intelectual del siglo XVIII, significados que aparentemente no tienen ninguna relación. Pero el caso es que sí la tienen. Dos serían las líneas que rigen el sistema de Kant, filósofo que culmina el proyecto ilustrado al mismo tiempo que lo problematiza: de un lado la intuición (la sensibilidad) y de otro el concepto (el entendimiento y la razón); mientras la primera está abocada a lo inmediato, la segunda se distancia de ello para volverse reflexiva, es decir, crítica y crítica de sí misma. Y si la primera se podía asociar al modo de conocimiento de lo que históricamente se llamó “baja cultura” —por definición mudable y distinta de una cultura a otra, apegada a las impresiones—, la segunda se relaciona con la “alta cultura” —que aspira a lo universal y la inmutabilidad—. El proyecto Ilustrado implicaría que “solo girándose hacia sí mismo logra el pensamiento crítico desplegar todo su potencial […], porque únicamente cuando ese giro reflexivo tiene lugar puede dirigirse la crítica, no ya hacia los productos menos racionales de una cultura [la “baja cultura”], sino hay hacia los más eminentemente racionales de la misma [la “alta cultura”]” (íbid.: 54). En este sentido, tal dualidad se traslada al cine de Disney, de modo que la encontramos en Blancanieves (imagen-cultura) en forma de “doble grafismo” (ídem): la “exageración” propia del cartoon representa a los “enanitos” y una tendencia al “realismo”, a Blancanieves. Al mismo tiempo, este doble grafismo expresa o bien unívocamente o bien equívocamente un tipo de moral —y aquí pueden rastrearse los orígenes visuales y discursivos de la ideología del cine de Disney, el discurso “ilustrado” por las imágenes—: la madrastra realista se expresa como mala moralmente al pasar al régimen caricaturesco de la bruja, mientras los “enanitos” son en cambio bondadosos con la protagonista a pesar de pertenecer al orden de la imagen de la caricatura.

Es así como Castilla, pues, se desliza de la tradición filosófica a la teoría y la historia del cine. La historia del cine de animación queda, de hecho, complementada por esta taxonomía de las imágenes.

¿Cuál sería el último de los riesgos al que se enfrentaría el proyecto de Castilla, además de los tres primeros que hemos mencionado (el respeto a los regímenes de imágenes de Deleuze, la proliferación de imágenes particulares y la apertura a regiones cinematográficas no exploradas por él)? Seguramente toparse cara a cara con aquella paradoja, una ironía propia de Borges, que consiste en hallar una ciencia —un modelo, una imagen— que responda únicamente a un caso particular —¿quizá ”clases de un solo miembro”, como apunta Deleuze en Lógica del sentido (1989: 129)?—. Por ejemplo, una imagen para Blancanieves (la imagen-cultura) y Blancanieves como un sistema completo de signos que no pueden extrapolarse a ninguna otra película. Pero esta no es más que la consecuencia de haber apostado por la clasificación del detalle, tomarse en serio el detalle y cada película como distinta de las demás. Y aquí reside en nuestra opinión el mérito del libro: desarrollar, sin duda lacónicamente, este vértigo de conceptos para enriquecer el modo como pensamos el cine de animación.

Castilla Cerezo, Antonio (2024). Ilustración y (anti-)cartoon. Estudios sobre cine de animación clásico. Granada: Comares.

——. (2018). La imagen-grito. Estudios sobre el cine de terror. Granada: Comares.

Deleuze, Gilles (1989). Lógica del sentido. Paidós: Barcelona.

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