Román Gubern: Un lúcido exegeta de la cultura mediática

 

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A los que todavía no le hayan conocido en presencia, en icono o en efigie, quizá les gustará saber que el Román Gubern que esta tarde de noviembre nos recibe en la semipenumbra de su estudio barcelonés -atestado de libros y papeles, recuerda el santuario libresco del protagonista de Auto de fe, de Elias Canetti-posee un rostro egregio, carnoso y grávido. Un rostro señoreado por dos grandes ojos oscuros y cabrilleantes que, hundidos bajo el palio de su frente robusta, se asoman inquietos, voluminosas gafas mediante, al balcón de unas mejillas tersas, sonrosadas y protuberantes.

Una faz que, salvadas las distancias, parece resolver armónicamente una mezcla sin duda quimérica entre las de dos de sus cineastas preferidos: un improbable Charles Laughton joven y estilizado y un decididamente insólito Marlon Brando metido a intelectual rive gauche. Uno tiende a imaginarse qué habría sido de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Autònoma de Barcelona si Gubern -que es, desde hace muchos años, el más importante estudioso español de la comunicación, el autor de más vasta y fecunda obra- también hubiese aplicado su talento y su talante laborioso a la tarea ímproba pero necesaria de formar epígonos y discípulos, esto es, de contribuir a modelar los estudios de comunicación en nuestro país. Pero no lo ha hecho, y ese descuido forma parte de su historia y de la nuestra, para bien y para mal. Que cada uno saque las cuentas que juzgue pertinentes al caso. Así que, aunque parezca mentira dada la envergadura del personaje y su proyección aquende y allende fronteras, Román Gubern sí necesita presentaciones. Como suele ocurrir con tantos autores devenidos clásicos -MacLuhan, Dorfles, Eco, Morin, Barthes, por citar sólo algunos entre sus predilectos- su obra ciertamente suena entre nosotros, aunque es el caso que parece haber sido menos asimilada que citada, y desde luego mucho menos leída y continuada de lo que con toda seguridad merece. Gubern es, a no dudarlo, nuestro clásico.

ANÀLISI. QUADERNS DE COMUNICACIÓ I CULTURA ha escogido a Román Gubern para iniciar una nueva sección, dedicada a entrevistar a personalidades relevantes de distintos campos del saber cuya obra constituya una significativa contribución a la comprensión de la comunicación mediática contemporánea. En este caso, además, el autor de Mensajes icónicos en la cultura de masas (1974), Las raíces del miedo (1979), La mirada opulenta (1987), El simio informatizado (1987), La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas (1989) y, entre otras muchas más, Espejo de fantasmas (1993) comparece doblemente legitimado, dadas sus numerosas y perspicaces aportaciones a la comprensión de las relaciones entre mito y cultura mediática. En este caso particular -y sin que sirva de precedente-la dirección de ANÀLISI. QUADERNS DE COMUNICACIÓ I CULTURA ha optado por completar la presentación del entrevistado con un texto autobiográfico harto elocuente, escrito por él mismo y amablemente cedido para su publicación en nuestra revista.

Román Gubern por Román Gubern

Quien se moleste en consultar con alguna atención la bibliografia que sigue, observará que cubre una variedad de temas, métodos y disciplinas, que tal vez pueda resultar un poco desconcertante. Por eso creo que puede resultar útil explicar brevemente su lógica y sus motivaciones. Desde mi época de estudiante de Derecho en la Universidad de Barcelona dediqué especial atención a la cultura cinematográfica -que me había cautivado de un modo intuitivo y acrítico en los años preuniversitarios- y llegué a dirigir el Cineclub Universitario de esta ciudad entre 1955 y 1957. Pero desde mediados los años sesenta empecé a entender, gracias a muy diversas lecturas-desde los clásicos de la Escuela de Frankfurt hasta Umberto Eco, McLuhan o Gillo Dorfles-que el cine formaba parte de una densa familia de medios de expresión interrelacionados en el seno de la cultura de masas. Esto explica por qué mi interés inicial por el cine se expandiese hacia los cómics, sus primos hermanos en el ecosistema cultural, la fotografía, la televisión o la publicidad. Estoy en deuda con Manuel Vázquez Montalbán, porque me encargó por aquellas fechas un texto titulado La cultura de la imagen que se incorporó como un capítulo al libro colectivo coordinado por él con el título de Reflexiones ante el neocapitalismo (1968). En aquel texto primerizo me esforcé, por vez primera, en mostrar la organicidad del conjunto de manifestaciones visuales en la cultura de masas contemporánea. Lo hice, desde luego, de un modo sumamente tosco e intuitivo, y la pobreza de mis formulaciones de entonces se vio agravada por un error en la numeración de las notas al texto. Pero retengo que aquella modestísima y balbuciente aportación cumplió la función de verdadero embrión de mis reflexiones posteriores, hechas con voluntad globalizadora y más sistemática. Dos títulos de mi bibliografía constituyen mojones evidentes en esta ambición: Mensajes icónicos en la cultura de masas (1974) -escrito en gran parte en los Estados Unidos- y La mirada opulenta. Exploración de la iconosfera contemporánea (1987), que redacté como libro de texto universitario al incorporarme a la universidad española como catedrático, para paliar una carencia que percibía entonces en el mercado bibliográfico académico. Por otra parte, si bien el enfoque metodológico de mis primeros trabajos era sobre todo histórico, por la razones antes expuestas se expandió desde finales de los años sesenta hacia la semiótica, la sociología de comunicación, la estética, el psicoanálisis de los contenidos mediáticos y hasta la antropología cultural. Pienso que un punto de vista unidisciplinario no puede dar cuenta satisfactoriamente de los fenómenos complejísimos de la cultura de masas. Los estudios reduccionistas siempre me han incomodado y los trabajos transdisciplinarios sobre estos temas suelen estimular mi interés y aplauso. Entiendo, por ejemplo-y en ello coincido con cuanto postulaba Manuel Tuñón de Lara-, que la historia del siglo XX no puede entenderse prescindiendo del análisis de los fenómenos de la cultura de masas. Porque la verdad es que, a pesar de mis devaneos o incursiones en otras disciplinas, me siento ante todo y sobre todo un historiador. Y por eso mi libro de memorias Viaje de ida (1997) fue sobre todo la crónica social de más de medio siglo llevada a cabo con preocupaciones de historiador de la vida cotidiana y de la cultura de masas. Algunos me han reprochado, por ello, el escamoteo de detalles íntimos de mi vida privada. Por otra parte, en mi bibliografía son perceptibles ciertas líneas y continuidades, con temas que se retoman periódicamente. Así, hay una línea teórica unitaria que lleva de Mensajes icónicos en la cultura de masas a La mirada opulenta y de ella a Del bisonte a la realidad virtual (1996). Y existe una continuidad entre El simio informatizado (1987) y El Eros electrónico (2000), dos textos asomados, desde un prisma antropológico, a las nuevas tecnologías de información y comunicación. Del mismo modo que existe una línea política que nace en McCarthy contra Hollywood: la caza de brujas (1970), se prolonga con mis dos libros sobre la censura bajo el franquismo (en 1975 y 1981, el segundo como tesis doctoral), y se completa con la recuperación de la cultura republicana derrotada por Franco en El cine español en el exilio (1976), en El cine sonoro en la II República (1977) y en Proyector de luna. La generación del 27 y el cine (1999). Fueron indagaciones y homenajes, a la vez, a una cultura democrática de la que sentía nostalgia sin haberla vivido. Y este vector tiene su contrapunto con el encausamiento crítico de la cultura franquista en «Raza»: un ensueño del general Franco (1977)-que inspiró la película de Gonzalo Herralde «Raza», el espíritu de Franco (1977)- y La guerra de España en la pantalla. De la propaganda a la historia (1986), un libro que me encargó Pilar Miró desde la Dirección General de Cinematografía, además de los dos libros citados sobre la censura. Existe asimismo una trilogía sobre los cómics (entre 1972 y 1988), desde el punto de vista semiótico e intertextual, y un buceo en las raíces de las emociones humanas, a través de fantasmas colectivos y arquetipos de la cultura de masas, desarrollado a lo largo de Las raíces del miedo. Antropología del cine de terror (1979) -fruto de un curso que impartí en el California Institute of Technology en 1977-, La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas (1989) y Espejo de fantasmas. De John Travolta a Indiana Jones (1993). De hecho, esta línea de reflexiones alcanza hasta El Eros electrónico, que se centra en los efectos emocionales inducidos por la nuevas tecnologías. Y existe una colección de estudios monográficos sobre el cine español -algunos ya cita-dos-, entre los que destaca la laboriosa biografía que realicé en Benito Perojo. Pionerismo y supervivencia (1994) y que recibió varios premios. Creo que esta cartografía aclara las líneas de fuerza, los centros de interés, las continuidades y la relativa coherencia de mi producción bibliográfica hasta la fecha. Las mismas líneas temáticas y enfoques metodológicos están presentes también en el corpus de mis artículos. La edición de esta bibliografía no obedece a un acto de narcisismo, por lo menos consciente, aunque no puedo responder de mi inconsciente. Obedece, sobre todo, a la necesidad de ofrecer un cierto paliativo instrumental ante su volumen y la dispersión de sus textos, que dificultan las consultas, dificultad que me ha resultado evidente por las no infrecuentes solicitudes informativas que he recibido por parte de alumnos y de colegas.

ENTREVISTA


La revista ANÀLISI.QUADERNS DE COMUNICACIÓ I CULTURA, que tú conoces muy bien desde sus orígenes, se dispone a encarar una nueva época que, confiamos, suscite el interés y la atención de los estudiosos de la comunicación catalanes, españoles y extranjeros. Anàlisi se propone publicar semestralmente números monográficos dedicados a tratar, desde diversas perspectivas y disciplinas científicas, asuntos cruciales del debate comunicativo contemporáneo. Con el fin de inaugurar esta nueva época, el equipo de redacción de la revista ha considerado de gran interés abordar un tema capital, una de las cuestiones centrales del debate intelectual postmoderno: la relación entre mito y cultura mediática. Y no cabe duda de que tú eres una persona clave en España y en Europa en lo que hace a la reflexión sobre esta cuestión, como pone de manifiesto tu extensa obra dedicada al estudio del cine y, en general, de la cultura audiovisual de masas. Parece indudable que durante las últimas décadas se ha producido una palpable emergencia del interés por el mito y por lo mítico. Una reivindicación llevada a cabo desde disciplinas tan diversas como la antropología, la sociología, la filosofía, la psicología y, entre otras más, la comunicología. ¿A qué se debe, a tu juicio, este interés renovado por la presencia y por la vigencia del pensamiento mítico en la cultura contemporánea, y por la dialéctica inevitable, inesquivable entre mythos y logos?

Ese interés se debe, por una parte, a la emergencia del pensamiento postmoderno, que intenta recuperar parcelas que habían sido olvidadas o incluso excluidas por el pensamiento ilustrado. Y, efectivamente, ese cambio de actitud consiste en descubrir además que las raíces del comportamiento del ser humano no siempre obedecen a una lógica racional previsible, canonizada, sino a motivaciones oscuras, ambiguas, polivalentes, contradictorias… Y ese nuevo territorio académico y científico es abierto por la posmodernidad a modo de respuesta al discutible, posible fracaso de la presunta racionalidad científica como única norma y guía de pensamiento. Por otra parte, se ha dado también un boom de las investigaciones antropológicas. La antropología se ha convertido en una ciencia central en el último medio siglo. Y, en general, ese boom ha afectado a toda una serie de disciplinas —la etnografía, el psicoanálisis en sus muchas y variadas escuelas, incluso disciplinas aparentemente muy alejadas, como la semiótica— que han protagonizado un desarrollo científico que ha contribuido a lecturas nuevas. Me parece que un exponente destacado de esta nueva sensibilidad lo ofreció Roland Barthes con Mitologías. De modo que, en los últimos años, se ha revalorizado un territorio que aparecía oscurecido, recluido, prohibido o censurado, porque se consideraba que era parte de la irracionalidad humana y por consiguiente condenable a priori. (En esa condena tuvo su parte el pensamiento marxista, porque todo un entorno intelectual desde la Segunda Guerra Mundial, desde el 45, ha sido hegemonizado en Europa por el marxismo, sobre todo.) Así que el cambio de escenario intelectual e ideológico ha revalorizado algo obvio, que además está ligado a otro fenómeno, que es el boom de los medios de comunicación de masas, sobre todo audiovisuales —principalmente la televisión, aunque no sólo ella— que han potenciado mucho la emergencia de formas de fabulación y de construcción del imaginario que han suscitado y hecho necesaria una mirada antropológica. Hoy el antropólogo no sólo se interesa por las lejanas tribus de Polinesia, sino también por el mundo urbano—como pone de manifiesto el último premio Anagrama de ensayo, El animal público, de Manuel Delgado, por ejemplo. En el mundo urbano hay también unas tribus, y unos imaginarios, y unas subculturas… Y está el mundo de los punkis, y el mundo de los skins, y el de los inmigrantes, y el imaginario generado por las telenovelas… De modo que este sopicaldo, todo este puré mediático ha contribuido también a descubrir la importancia del mito en la cultura de nuestra época.

A manera de posible explicación de esta emergencia del interés por el mito, bastantes autores de relieve han hablado de la puesta en entredicho de la religión racionalista, por así llamarla. Una razón hiperilustrada devenida paradójicamente mito de sí misma, fenómeno que fue ya diagnosticado por Horkheimer y Adorno en su influyente Dialéctica de la ilustración.

Sí, sí, efectivamente. Como te decía, desde 1945, que es una fecha clave en Europa —más en Europa que en EEUU—, nuestro continente ha vivido hegemonizado por el pensamiento racionalista. Hay un hilo que va de la Ilustración al marxismo: la racionalidad, el progreso, etcétera. Y éste ha sido el dogma. Y digo dogma, ¿eh?, lo digo porque yo me he educado en él. Yo nací en el 34, soy de los que vivieron en París y de los que militaron en el PSUC durante el franquismo, y nuestras lecturas eran lecturas en las que había un mundo condenable, alejado de lo que llamamos la racionalidad y el progreso. Esto era evidentemente una hipóstasis, no de una verdad, sino de unos conceptos heredados de la Ilustración que hoy en día han entrado en crisis por muchos lados. Y ello no porque la razón no siga siendo una guía importante, sino porque con esta hipóstasis tan acrítica, esquemática y reduccionista, tan carente de matices, esta razón totalitaria se convierte en dogma y los dogmas son siempre nefandos. Y que conste que digo esto con plena consciencia de que lo contrario de la razón es la sinrazón, y nadie defiende la sin-razón ni el irracionalismo. Hay un ejemplo paradigmático de todo esto, que es Gianni Vattimo con El pensamiento débil. El pensamiento débil es una expresión incluso tal vez demasiado autoculpabilizada o masoquista, porque yo pienso que el mundo está regido por la racionalidad, sus fundamentos son racionales en última instancia. Lo que pasa es que hay tantos niveles de racionalidad: macrorracionalidad, mesorracionalidad, microrracionalidad… en cada individuo, en cada sujeto, en cada familia, que lo que no se puede hacer es crear grandes parámetros universalistas y totalitarios. Lo que hay que hacer, en cambio, es tomar en consideración las diferentes racionalidades, los diferentes comportamientos, los diferentes grupos étnicos. La postmodernidad habla mucho de esto, de la no homogeneidad del mundo social, de la heterogeneidad, de la pluralidad de los colectivos. Y no digo que por encima de estos colectivos no haya ejes o vectores racionales globales, que los hay también: éste es, por ejemplo, el caso de la ecología. En la gran ciudad contemporánea conviven muchos colectivos y muchas culturas, pero por encima es verdad que hay vectores generalistas; por ejemplo, para mí uno de los grandes dramas de la humanidad actual es que está destruyendo su propio hábitat, y esto reviste gravedad universal. En todo caso, lo que hemos estado descubriendo es que la racionalidad tiene diferentes escalones, que hay diferentes escalas, y que no todas las nacionalidades son aplicables a todas las escalas: varían de escala a escala. Y, efectivamente, hay microrracionalidades, propias de sujetos individuales. La psiquiatría defendía esto: un sujeto llamado «anormal» lo es porque tiene una racionalidad que posee un componente distinto de la racionalidad de los otros. Hoy en día se está considerando la racionalidad como algo mucho más complejo que antaño, mucho más escurridizo. Y, por suerte, como algo mucho menos dogmático. Lo más condenable de la vieja racionalidad es que me parece totalitaria y dogmática.

El psicoanalista Rollo May, un autor que tú conoces muy bien y al que aludes en Espejo de fantasmas, habla de la importancia del mito para la salud de la psique individual y colectiva, y viene a decir que la cultura dominante de nuestra época fomenta la falsa creencia de que ya no vivimos en mitos ni somos partícipes de ellos, sino que por mor de la razón y la técnica —de la racionalidad tecnológica, decía Marcuse en El hombre unidimensional— nos hemos liberado de su yugo secular. ¿No te parece que éste sería precisamente uno de los mitos inadvertidos de nuestra época: el mito sutil de la ausencia de mitos?

Sí. Yo creo que no podemos escapar, nadie puede escapar al mito. El sujeto humano es un producto, un cruce de natura y cultura. Somos animales culturales, éste me parece un punto de partida teórico básico. Y ya como animales —luego vendrá lo de culturales—, vemos cada vez más que el capital genético es muy importante. Hoy en día la biología está avanzando muchísimo, es la ciencia que está avanzando más en el mundo. Antes tendíamos a creer que la herencia genética era un factor menor, y que lo importante era la cultura, el ambiente… Hoy sabemos que somos animales, animales racionales, culturales, pero con una fuerte herencia genética en la cual están inscritos ya instintos, predisposiciones, etcétera. Y en este capital genético incluso estarían inscritos arquetipos universales. Y digo esto sin necesidad de llegar a Jung, que representa un caso extremo y radical cuyas ideas son debatibles —debatibles y defendibles. Yo pienso que Jung tiene alguna razón. Incluso también Piaget… Piaget, que estudió también a Jung, venía de otra disciplina, que era el mundo de la inteligencia infantil, y criticaba a Jung diciendo que como se metió tan a fondo en el mundo de los mitos llegó un momento en que la irracionalidad del mito llegó a contaminar su propio pensamiento. Pero Konrad Lorenz ya sugirió en los años cuarenta que el innatismo perceptivo de la Gestalt podría converger con el innatismo de ciertas creencias o concepciones teóricas humanas, que es algo que las modernas neurociencias tienden a confirmar. Pero, por ejemplo, cada vez sabemos más sobre esta cuestión, gracias a ciencias como, entre otras, la etología. Yo descubrí la etología cuando estaba enseñando en California, tenía un compañero que estaba enseñando biología en el Instituto Tecnológico de California. Era Max Delbrück, uno de esos alemanes desterrados por el nazismo y ganador de un Premio Nobel. Hice buena amistad con él, esto fue el año 75, y la amistad con Max y las conversaciones con él me llevaron a interesarme por la etología. Me acuerdo de que entonces le pregunté, porque lógicamente en ese momento Konrad Lorenz estaba bajo sospecha política, por razones históricas… y me dijo que se trataba de una ciencia pura y dura. Y en mi último libro —que saldrá próximamente, más o menos en el momento en que se publique esta entrevista—, que se llama El eros electrónico, vuelvo sobre estos temas, sobre etología. Tal vez es el libro más etológico que he escrito.

También lo era El simio informatizado, ¿no?

Sí, en efecto, puede decirse que en cierto modo El eros electrónico es una continuación de El simio informatizado. Pues bien, podemos decir que la figura del círculo, que tanto ha interesado a la Gestalt, es también un soporte que tiene un mandato, un soporte transcultural (como muestran el mandala tibetano o el círculo lunar divinizado, por ejemplo). De modo que uno tiene que pensar que en el capital genético de los seres humanos también hay transmisión de percepciones, vivencias, creencias, muchas de las cuales —o al menos algunas—tienen una fundamentación mítica. En una palabra, resumiendo: ya el animal humano, en tanto que animal, tiene inscrita en su capital genético una serie de redisposiciones, de fijaciones, que tiene un sustrato mítico. Y, además, el hombre es un animal cultural. A ese sustrato biológico se le añaden capas y capas culturales, y, como se sabe, la cultura es una potentísima generadora de mitos. Y no digamos la cultura de masas, que ésa ya es enciclopédica. Por dos caminos, entonces, por el genético y por el cultural, estamos condenados a ser sujetos míticos y no podemos escapar a esta condición. Sabemos, por ejemplo, que el pensamiento infantil es un pensamiento mítico que nunca se acaba de exterminar en la vida adulta; nunca lo acabas de extirpar por mucho que lo intentes y que te autodisciplines. Y, sobre todo, no podemos escapar porque hay momentos en nuestra vida en los que la razón no controla el pensamiento, por ejemplo durante el sueño. Durante el sueño emergen lo prohibido, lo intuido… por no mencionar el ámbito de las pasiones humanas, tan fértiles mitogénicamente. En una palabra, estamos condenados a no poder escapar al mito.

Ya sabemos que esta pregunta requiere una respuesta enciclopédica, pero, dicho con la mayor brevedad posible, ¿cuáles son, a tu entender, los mitos esenciales de nuestra época? Cita tres o cuatro cuya presencia te parezca relevante en la cultura contemporánea. En su reciente Myths of Modern Individualism, Ian Watt, por ejemplo, propone a Fausto, Robinson, Don Quijote y Don Juan como figuras míticas centrales de nuestra cultura y nuestra sensibilidad. Y Marshall Berman, en su conocido Todo lo que es sólido se desvanece en al aire, considera que el mito moderno por antonomasia es el de Fausto…

…Fausto, claro, es en la competitiva sociedad posindustrial occidental un mito fundamental. La cultura posindustrial occidental es una cultura esencialmente fáustica. Luego, pienso que la escisión o el antagonismo entre lo apolíneo y lo dionisíaco es también un rasgo fundamental de nuestra cultura. Por una parte, debido a que la sociedad industrial es muy normativa, y me parece que el caso más ilustrativo y extremo de esto es Japón. Yo diría que Japón, paradójicamente, es el país donde los imperativos apolíneos son más fuertes, aunque allí se revistan de confucionismo. Pero, claro está, siempre lo apolíneo alimenta a su vez lo diosiníaco, Dionisos, que es su opuesto y reprimido. Yo pienso que un rasgo de nuestra cultura es que, como nunca en la historia anterior, hay un conflicto larvado permanente entre lo apolíneo y lo dionisíaco; ésta es una configuración mítica que nunca ha sido tan vigente como lo es hoy día. Lo ha sido en ciertas épocas de la historia, en la Alemania nazi, en el Japón actual… Lo ha sido en las dictaduras en general, que tienen una tendencia apolínea, perversa, desde luego, pero apolínea en cierto modo. Pero sí, estoy de acuerdo, Fausto es el mito más evidente, necesario para la motivación del homo faber en la sociedad capitalista.

¿Y Narciso? Porque, para autores como Christopher Lasch o Gilles Lipovetsky, ésta sería otra figura mítica muy característica de este tiempo.

Sí, sí, Narciso también. Es una cultura claramente narcisista y esto está inscrito además en todas las industrias culturales. Yo recuerdo que publiqué hace muchos años un artículo que se llamaba «Las industrias del deseo», en el que examinaba la emergencia en Occidente de toda una panoplia de industrias: la moda, la cosmética, encaminadas a hacer deseables a los consumidores. La gente quiere ser deseable y ser deseada. Y hoy existe una potentísima industria que se basa en ese anhelo. Y claro, Narciso es importante. Yo quiero recordar sólo un dato filológico, y es que Narciso proporciona el hilo, la raíz etimológica, a narcosis. Y luego está el robinsonismo. Hay una película de Stanley Kubrick —un director que estimo mucho— sobre ese tema que me parece ejemplar, y es The Shining (El resplandor). Este filme es la ilustración de que nuestra naturaleza no admite el robinsonismo. Es una especie de apólogo moral sobre el robinsonismo en el mundo moderno. Déjame que te cuente una cosa. Hace muchos años tuve una depresión, cuando volví de Estados Unidos y me encontré en la universidad española de penene, ese cambio, ese bajón… En Estados Unidos yo vivía en Hollywood, tenía una casa con su piscina y tal… Y de repente volví a mi tierra, cuando Franco acababa de morir, y me convertí en un penene mal pagado. En fin, qué voy a contarte. Y tuve una depresión, estuve en tratamiento clínico. Y recuerdo que cuando empecé a salir de la depresión y empecé a volver a ir al cine estaban dando un ciclo de Luis Buñuel en la Filmoteca y vi que proyectaban su Robinson Crusoe, película que yo ya había visto en los años cincuenta, porque algunas de las películas mejicanas de Buñuel habían llegado entonces a España, las menos notorias. Y entonces fui a ver el Robinson en un acto de voluntad. Recuerdo que me impresionó mucho, me impresionó mucho porque cuando la vi por primera vez me había parecido una película poco interesante, vulgar, y en cambio esta segunda vez me pareció una inteligentísima versión, un buen análisis de la soledad humana. Y sobre todo hay una escena tremenda —que no recuerdo si está en la novela, tendría que cogerla para revisarla—y es ésa en que Robinson lanza un grito contra una pared para poder oír el eco, se pone a gritar para poder oír otra voz. De modo que sí, la nuestra es una sociedad de robinsones. Para mucha gente la sociedad moderna es un desierto lleno de gente. Y un fenómeno ligado a éste es el del single. En Nueva York una tercera parte de las viviendas está ocupada por gente que vive sola. En Europa, los países con mayor número de singles son los nórdicos, los países escandinavos, debido a la incorporación de las mujeres a la vida laboral, entre otros factores. Y Cataluña es la zona de España con mayor número de singles , que en los últimos diez años han crecido un 20%, aproximadamente. Este fenómeno rompe la tradición según la cual el hogar era el refugio emocional de las personas. Eso para el single evidentemente no se cumple. Me parece que la emergencia del single en la sociedad posindustrial es un dato muy relevante y que la sociología de la cultura urbana habrá de tenerlo en cuenta. De ahí la importancia y la vigencia del mito robinsónico.

Nos parece, no obstante, que aún no hemos tocado una cuestión clave. El mito existe en nuestra época, tiene una presencia ubicua y poderosa, no hay duda. Ahora bien, ¿ese mito lo es en el sentido fuerte del concepto? O, dicho de otra manera, relevantes mitólogos —Duch, Kirk, Campbell, entre otros—han señalado que el primitivo vivía dentro del mito sin percatarse de ello, y que ésa era una vivencia mítica en sentido fuerte. ¿Puede decirse entonces que los mitos de nuestra época son vividos de manera análoga, o más bien que se dan en sentido débil, esto es, como mera idolatría encarnada, por ejemplo, en los ídolos de la cultura de masas?

Yo creo que hay, simplificando, dos tipos de mitos. Por un lado, en efecto, los mitos consumistas, los mitos de masas, las fabulaciones colectivas, etcétera. Pero pienso que también hay algún mito fuerte como, por ejemplo, el del progreso tecnológico o el de la infalibilidad del mercado. Dice Paul Virilio en algún sitio que el progreso sólo puede basarse en el reconocimiento de la negatividad de cada una de las tecnologías, porque cada tecnología que poseemos, además de aportarnos ciertas ventajas —generalmente de tipo cuantitativo: producir más, viajar más…— trae consigo, a cambio, efectos negativos poderosos. Virilio sostiene, en suma, que el progreso sólo puede existir con el reconocimiento de las negatividades propias de cada tecnología específica. Y lo mismo podría decirse de la hipóstasis del mercado, en el que no se impone lo mejor, sino lo más comercial. Nuestra sociedad tiende a primar lo cuantitativo sobre lo cualitativo. Todo el diseño empresarial y la lógica de los ingenieros y los economistas está basada en lo cuantitativo: producir más, más beneficios, más audiencias… Y la lógica cuantitativa está muchas veces reñida con la lógica cualitativa. Pero ocurre que esa prioridad absoluta de lo cuantitativo, que viene de los imperativos del sistema y de la estructura capitalista, depreda, por ejemplo, el medio ambiente. Yo pienso que está instalado en esta sociedad el mito de que la globalización económica es un bien necesario e imparable. Este es un mito fuerte, en el sentido pleno del término. No lo serán los derivados de la música de consumo, pero éste sí es un mito fuerte e interesante. Vivimos en algunos mitos fuertes, que se ignoran como tales, y luego vivimos en algunos mitos triviales de la cultura de masas y consumista… Éstos últimos también tienen interés, son los que estudió Morin en El espíritu del tiempo, y son los que estudiamos en las facultades de comunicación cuando hablamos de Madonna, pongamos por caso.

¿Te parece que el mito es constitutivo de la cultura de masas, o lo consideras un ingrediente secundario, meramente adjetivo?

No, yo creo que es plenamente constitutivo. Hay que recordar además la etimología de mythos, palabra que significa ‘fabulación, narración, historia’… No existe cultura de masas sin mito, porque la esencia del mito es el engaño… Yo creo que Mithologies de Barthes sigue siendo un libro relevante a ese respecto, aunque no lo veo presente entre las lecturas de los estudiantes, ni tampoco en las bibliografías propuestas por los profesores… Yo creo que es un libro lúcido. Yo considero, como Barthes, que la cultura de masas necesita el mito, que éste forma parte íntima de ella.

¿En qué sectores o vertientes de la cultura de masas —o de la cultura mediática, por utilizar un concepto acaso más preciso y esclarecedor— se advierte más esa presencia y peso del mito?

El protagonismo cultural está hoy en el audiovisual, sobre todo en la televisión y en la música popular. La industria discográfica y la industria audiovisual son las dos canteras mitogénicas fundamentales de la sociedad posindustrial, aunque en la segunda se integran las mitologías derivadas del deporte y de la prensa del corazón. Con el apéndice añadido de que en estos sistemas industriales se están integrando la informática y los videojuegos. La película que ha hecho más furor este año en Alemania —yo la vi en Méjico este verano— es una película muy interesante que se llama Corre, Lola, corre. Está hecha con estética de videoclip, pero lo más notable de la película no es tanto ese look de videoclip, porque al fin y al cabo el videoclip musical ha llegado a elaborar toda una estética —muy eficiente, muy competente, muy festiva— que ha nacido de la utilización perversa de los esquemas de las vanguardias históricas, del dadaísmo, del surrealismo… Ha reutilizado un capital simbólico, un capital estético que los vanguardistas de los años veinte emplearon con una función distinta. Porque lo que esos vanguardismos pretendían genéricamente, simplificando un poco, era lo que los rusos llamaban «efecto de extrañamiento o desfamiliarización», que luego Brecht retoma con su noción de distanciamiento… En cambio, el videoclip musical reutiliza este capital estético del montaje acelerado, de la falta de racord, pero lo hace al servicio de todo lo contrario: de la hipnosis y de la fascinación consumista, que es justo lo contrario del extrañamiento. Pues bien, en Corre, Lola, corre se proponen tres opciones alternativas de la misma historia, como si se tratase de un videojuego informático. La tripleta de la cultura de masas moderna está integrada por la televisión, la discografía y la informática, básicamente. Y la publicidad —en tanto que utiliza instrumentalmente estos canales, estos medios— es, por supuesto, una de las industrias culturales fuertes de la posmodernidad.

A estas alturas se diría que a todos nos parece muy clara la presencia de esa urdimbre mítica o mitopoética en los géneros y modalidades de ficción, pero quizá no resulta tan evidente el hecho de que esa misma urdimbre afecta también a los géneros informativos y documentales. Los modos de narrar la actualidad propios de los informativos escritos, radiofónicos y televisivos son también deudores de ese sustrato mítico, aunque su dispositivo retórico de presentación busca suscitar una ilusión de objetividad. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación?

Sin duda, sin duda. Existe la falsa idea de que lo informativo, lo documental está vacunado contra lo mítico, y nada es más falso. Yo creo que fueron las cadenas televisivas estadounidenses —creo, digo: no lo he estudiado a fondo— las que empezaron a formalizar las noticias en forma de microhistorias narrativas. Los informativos, por ejemplo, acababan con una nota simpática, divertida, en fin, con un final feliz. Después de hablar de la guerra, del hambre, de África, venía lo de se ha casado fulanito con menganito. Y diré más: la primera película de la historia del cine, que es La salida de la fábrica, de los Lumière, es una narración con final feliz. La película empieza, se abren los portones de la fábrica, salen los obreros al final de la jornada laboral y se van a casa a descansar. De modo que hay una protoestructura narrativa ya en la primera película documental del cine. Y creo que la información está también impregnada de narratividad, incluso la información escrita. Porque está claro que la ficción tiene una dimensión espectacular, pero es que en la información escritural, en los telediarios, está el uso de los adjetivos y la construcción de las frases. Y está claro que el uso de los adjetivos y la construcción de las frases no es inocente, acarrea construcciones de sentido. Vaya, no hay más que coger un diario, coger una noticia y ver cómo la da El Mundo y cómo la da El País, y te das cuenta inmediatamente de que la forma en que la enfocan es distinta, hasta el punto de que son casi noticias distintas. De modo que los géneros documentales e informativos no son inocentes, sino que tienen una inclinación.

Y se diría que esta idea tiene mucho que ver con la conciencia posmoderna acerca del papel crucial de la narración en todos los campos relevantes del pensamiento, el conocimiento, la comunicación y la cultura humanos. Es lo que algunos autores, encabezados por el insigne Paul Ricoeur, han dado en llamar «paradigma narrativo». ¿Qué opinión te merece esta tendencia de pensamiento?

Éste es un tema muy interesante, en el que he pensado pero sobre el que no tengo una opinión definitiva. Hay quien sostiene que el pensamiento humano siempre es narrativo, que del mismo modo que no podemos escapar al mito no podemos escapar tampoco a la narración. Y ahí hay un debate, por ejemplo, entre los psicólogos. Ya que el pensamiento parece regirse secuencialmente, y la secuencialidad difícilmente escapa a lo narrativo. Éste es un asunto complicado, en el que no me siento competente, sólido ni seguro.

La presencia del mito en la muy secularizada cultura mediática de nuestro tiempo, a modo de sustrato o urdimbre invisible pero actuante, ¿tiene que ver, a tu juicio, con alguna forma de religiosidad más o menos difusa, de necesidad de vivir una forma de sacralidad no satisfecha ya, como antaño, por las distintas iglesias y sus respectivas liturgias y cuerpos de doctrina?

Sí, sí, eso es evidente. Occidente, incluso el Occidente laico, ha crecido a la sombra de las iglesias, sea la católica, sea la protestante, la judía… Y claro, la pérdida crea un duelo. A mi entender, por ejemplo, el fracaso de las políticas de represión religiosa en los países del Este demuestra efectivamente que no se puede sofocar la necesidad humana de trascendencia. Es verdad que la pérdida de religión para quienes se educaron en una religión suscita un duelo —y todos los filósofos ateos, Karl Marx, Sigmund Freud, Bertrand Russell, Jean Paul Sartre fueron educados en una determinada religión, en los colegios o por sus padres. En todos ellos se produjo el fenómeno que el psicoanálisis llama duelo: algo se ha perdido y se ha de recuperar por un lado o por otro. Muchas veces esta pérdida de la religión tiene efectos imprevistos en la cultura laica. Yo creo, por ejemplo, que la eliminación de las clases de religión en las escuelas es una barbaridad, porque amputa una dimensión esencial de la vida humana: lo que yo defendería es impartir historia de las religiones con rigor, porque desde un punto de vista cultural la referencia a Adán y Eva, a Abraham, al Diluvio Universal, a Noé o al Pentecostés es esencial en Occidente. Es parte sustantiva de nuestra cultura. Fíjate que Brecht explicaba todo lo que había aprendido en la Biblia: es parte de nuestro humus cultural, decía. Uno puede pensar, debe pensar que Adán y Eva nunca existieron, pero una cosa es pensar que nunca existieron y otra cosa, muy distinta, es que hay unos mitos fundacionales de nuestra cultura, y que no podemos tirarlos por la borda. Yo abogo, ahora que hay esta polémica, por la enseñanza de la religión en los colegios, por enseñar historia comparada de las religiones. Bien enseñada, claro está, para que el niño conozca los mitos fundacionales de nuestra cultura, los compare con los de otras culturas y entienda lo que significan. Es evidente que la pérdida de la religión, siendo lo que ha sido la historia de Occidente, no se puede suprimir con una goma de borrar. Y la prueba es que las experiencias de los países comunistas del Este, que lo han intentado, han fracasado clamorosamente. Yo que milité en el PSUC en su momento, y que fui un joven marxista —y no tan joven marxista—, recuerdo que en la época de la revolución cultural china nos preguntábamos: pero bueno, la comuna reemplazará a la familia y, por consiguiente, todo el pensamiento sobre el complejo de Edipo desaparecerá, porque, claro, si en vez de familia va a haber comuna… Estas cosas las discutíamos los jóvenes marxistas de los años cincuenta y sesenta. Luego se ha visto, claro, que esto era de un reduccionismo pueril. Porque ahí tocamos un tema fundamental: la búsqueda del absoluto. El ser humano quiere trascender. Yo no soy creyente religioso, pero es evidente que lo que los biólogos llaman «el instinto de supervivencia» hace que aspiremos a sobrevivir, incluso cuando topamos con la muerte: deseamos vivir de alguna manera después de ella. La muerte es dura de asumir, no sólo por el dolor físico —que es otro aspecto importante: a mí la muerte y el sufrimiento físico me dan mucho miedo—, sino por la idea de desaparecer, de que el yo y la identidad se disuelvan. De este instinto de supervivencia biológica deriva la necesidad de aspirar a la trascendencia. Y ésa es una cantera mítica. De ahí vienen las creencias en el otro mundo, y todo lo demás. La aspiración a la trascendencia y al absoluto no son más que una derivación natural de un instinto biológico que se llama «instinto de supervivencia».

Y, claro, la cultura mediática aprovecha y se nutre de ese filón tremendo…

Por supuesto. Es que la cultura de masas raramente ha impuesto mitos y creencias. Lo que ha hecho es aprovechar las propuestas que han funcionado, que han sobrevivido, que han existido, porque ha habido muchas propuestas que han fracasado en la cultura de masas, que nace de la negociación o acuerdo entre la industria y sus audiencias. La industria cultural ha aprovechado frustaciones o esperanzas latentes en el ser humano, que están ahí larvadas, y las ha cultivado y excitado. El mito, la creencia, la fantasía prosperan, convenientemente reelaborados. El ser humano es un ser limitado, con frustraciones, expectativas, carencias, deseos latentes, prohibidos, recluidos… y lo que hace la industria cultural es alimentar estas latencias y además engordarlas, y es en ese terreno abonado donde el mito prospera. Pero, indudablemente, los mitos no surgen contra natura; nacen de necesidades, del cultivo de necesidades psíquicas latentes en el sujeto humano.

Acabas de aludir a un asunto crucial, el de la relación entre la cultura mediática de nuestro tiempo y las tradiciones que en ella desembocan. ¿Qué papel juegan las llamadas «culturas populares» en esa dialéctica entre memoria colectiva sedimentada e imaginarios mediáticos? Porque, lamentablemente, se diría que buena parte de los estudiosos, sean apocalípticos o integrados, han tomado muy en cuenta la relación entre «alta cultura» y «cultura de masas» —casi siempre viendo en ésta una degradación de aquélla—, pero han tendido a descuidar el papel crucial de la cultura popular.

Yo publiqué hace años un texto acerca de la diferencia entre cultura popular y cultura de masas, que, a mi entender, son cosas distintas. Fíjate que entre los autores norteamericanos existe una cierta confusión al respecto, porque suelen identificar cultura popular con cultura de masas. Pero, sin embargo, en Europa la tradición marxista y antropológica nos ha hecho distinguir netamente entre una y otra. Cultura popular sería la cultura propia del folklore, de las tradiciones orales, la cultura que se supone autogenerada por las formas de vida rural, etcétera. Y, según algunos autores, la cultura de masas sería la continuación de la cultura popular en otros soportes tecnoindustriales, y la sofisticación de sus semillas. En algunos casos creo que se produce eso, aunque en otros no, porque las necesidades de la cultura rural, agraria, arcaica son distintas de las urbanas. Hay mitos de la cultura agraria que no son viables en la cultura urbana, y mueren. Pero es posible que algunas semillas de la cultura arcaica agraria encuentren nueva expresión y nuevo ropaje, porque yo soy de los que pienso, y además lo he escrito, que los mitos no se crean, sino que se transforman, se reconvierten, se refiguran, cambian de indumentaria, de maquillaje, de cara. Prometeo, por ejemplo, está entre nosotros, es tan actual como lo era cuando se formuló en Atenas. Y Sísifo. Son de una actualidad absoluta. De modo que hay una reconversión de los mitos, una refiguración. Una parte del capital de los mitos agrarios, de la cultura popular agraria, ha sido reciclada y reconvertida en la cultura urbana moderna. Otra, sin embargo, ha perecido porque no era funcional a los nuevos tiempos y condiciones de existencia.

Durante toda la conversación estamos merodeando en torno a una cuestión que tú mismo, después de afirmar la existencia y permanencia de grandes matrices míticas del imaginario colectivo, has definido antes como crucial aunque muy controvertida: la de la posible existencia de un inconsciente colectivo poblado por arquetipos universales, comunes a todos los seres humanos por el hecho mismo de serlo. De hecho, en Espejo de fantasmas haces una propuesta hermenéutica sobre el cine en la que, en parte, bebes de esta perspectiva, muy deudora del pensamiento de C.G. Jung. ¿Qué plausibilidad otorgas a esta hipótesis?

Ésta es la gran pregunta, sin duda. Los antropólogos están trabajando mucho en estas cosas. Por ejemplo: se han hecho estudios en varios locales musicales y discotecas sobre los comportamientos del ligue, de la seducción. Y se han encontrado cosas tan sorprendentes como que las mujeres utilizan más que los hombres un lenguaje gestual basado en los gestos de sumisión al otro, a la pareja. Por ejemplo, poner las manos con las palmas hacia arriba es un gesto universal de sumisión, así se reza en el Islam. Otro gesto muy interesante es inclinar la cabeza para aplacar la ira del otro, como hacen los cánidos al someterse al macho dominante, ofreciéndole su yugular. Esto está ligado a lo que ya he dicho antes, y es que hoy la biología estáavanzando mucho: descubrimos que hay un capital genético acerca del que cada vez sabemos más, y las neurociencias también están contribuyendo a ello. Y todo hace pensar que, efectivamente, existen algunas tendencias universales, inscritas genéticamente, que hay un sustrato común universal en algunas áreas de comportamiento humano. Lo que pasa es que todo esto aún no está acotado, no se sabe con precisión hasta dónde llega en realidad. De ahí la perenne y eterna disputa entre biólogos y ambientalistas.

Un tema que te interesa mucho es el de la cultura digital, a la que has dedicado dos libros hasta la fecha, El simio informatizado (1987) y El bisonte y la realidad virtual (1997). ¿Hasta qué punto esta incipiente cultura digital recurre también a las narrativas y al pensamiento mitopoético? Y, sobre todo, ¿no te parece que la cultura digital deviene ella misma un mito, en el sentido fuerte del concepto?

Esta es una buena pregunta, interesante. El mundo digital… confieso que cuando vi la película Terminator 2, hace ya bastantes años, me impresionó mucho aquel ser mercurial conseguido a base de efectos especiales por ordenador. La vi dos veces seguidas para fijarme en cómo estaba hecho aquello, y me intrigó y me llamó la atención. Pero claro, después de Terminator 2 vino La máscara, y luego Parque Jurásico, y luego… Llega un momento en que dices: estoy harto. Yo les digo en clase a mis alumnos, acerca de esta plétora tecnológica: cuando todo es posible, ya nada asombra. Un millón de marcianos volando, pues bueno, ¿y qué? Pero también les digo otra cosa: cuando Glenn Ford le da una bofetada a Rita Hayworth, o un beso —una bofetada me gusta más—, el espectador sabe que dos cuerpos vivos con emociones han interactuado de verdad ante la cámara, se han tocado, han estado uno frente a otro. Los dos tenían emociones y los dos estaban interactuando. Éste es un concepto vinculado a lo que Greimas ha llamado «veridicción». La imagen fotoquímica es veridiccional; la imagen digital no lo es. Ver a cien mil marcianos volando me puede impresionar, naturalmente, pero acaba siendo como un dibujo animado: es como ver al gato Tom cayendo desde el piso ochenta de un rascacielos y haciéndose un chichón. Esto puede ser divertido pero no emociona, porque la imagen digital tiene el estatuto de un dibujo animado, no es veridiccional.

Y, no obstante, parece que la imagen digital, como en general toda la tecnología telemática, suscita y resucita anhelos y deseos humanos cuasi arquetípicos. Por ejemplo, la búsqueda de satisfacciones a través de la red, con ese deambular en pos del deseo a lo largo de múltiples pasillos, veredas y callejones, es una encarnación vívida del arquetipo del laberinto, o incluso de la célebre mise en abîme…

Eso es verdad, desde luego… La tecnología digital, como permite hacerlo todo, tiende a eliminar la capacidad de sorpresa. Y, por otro lado, tampoco resuelve, como parece, el problema del conocimiento y de la comprensión. Déjame que te ponga un ejemplo: yo estuve de jurado hace tres años en Florencia, en un festival sobre nuevas tecnologías que se llama Mediatech, en cuyo jurado también participaban Armand Mattelart y Gillo Pontecorvo, entre otros. Y, como era la primera edición del festival, hubo debates muy interesantes entre el jurado, porque había que especificar criterios de calidad para valorar los proyectos y programas educativos presentados. Había un programa documental educativo que suscitó un debate muy interesante, se llamaba La energía en la edad nuclear. Era un progama que explicaba eso, la edad nuclear: el proceso atómico, las aplicaciones prácticas, cómo nace esa energía, la guerra mundial y tal. Pero claro, nos dimos cuenta de que para manejar un hipertexto como ése has de conocer la materia tratada, porque la historia es lineal y secuencial y el hipertexto no lo es. El visitante o navegante, por ejemplo, se encontraba ante el rótulo: macarthysmo. Claro, uno que no sepa lo que es el macarthysmo anda perdido. Es decir que la oferta de puntos de información era tan heterogénea y especializada que para alguien que no conociese el asunto tratado se convertía en claramente inútil, o al menos en poco útil. De modo que, incluso desde el punto de vista pedagógico, la estructura hipertextual puede ser cuestionable. Pero también ocurre que el «todo es posible» de la tecnología digital también es atractivo, y que esos juegos de puertas y espejos que de que hablas son sin duda muy sugerentes y seductores.

Permite que cambiemos de tercio, ya para acabar. Desde que empezaste a escribir libros sobre comunicación mediática, hace más o menos treinta años, tu extensa obra se ha ido caracterizando por expresar y aplicar una perspectiva netamente culturalista, entroncada con la obra de, por ejemplo, Roland Barthes, Umberto Eco o Gillo Dorfles. ¿Cómo valoras el papel de los cultural studies en el ámbito general de la investigación en comunicación?

En estos momentos el mundo de la comunicación es tan vasto y complejo que asusta un poco, impone respeto. En este momento el campo de los cultural studies está muy de moda en el mundo anglosajón. A mí me parece un campo interesante pero también criticable por su permanente relativismo, esa especie de «todo vale» metodológico. Lo malo de los cultural studies es que su teleologismo gobierna la metodología y, claro, eso no es científico. Se me ocurre, por ejemplo, el caso de una estudiante norteamericana que quería demostrar que en los últimos años ha emergido una mujer libre en España, y para ello buscó tres películas que confirmasen su tesis sin elegir un corpus mínimamente representativo. Y a mí este proceder no me parece serio. Los cultural studies tienen el problema de su heterogeneidad, su desarticulación, su relativismo sobre todo… y su falta de sistematicidad. Aunque hay buenos trabajos, desde luego.

Más allá de los cultural studies, todos los que abordamos la comunicación nos enfrentamos al hecho de que en la cultura de hoy casi todo es comunicación. La comunicación ya no está sólo inscrita en las industrias culturales, como la prensa, la televisión o la radio, sino que alcanza al mundo de la moda, al diseño de automóviles y de casas, a las discotecas, etcétera. Y claro, realmente estamos todos un poco desbordados, empezando por mí mismo. Además, a mí me llama mucho la atención que muchos colegas nuestros —lo digo con todo respeto— que son estudiosos de estas cosas, resulta que no van al teatro, no van al cine, no leen novelas, y se pasan el tiempo leyendo ensayos sobre teorías de la comunicación. ¿Qué ocurre, entonces? Pues que esto no me va. Porque el humus que nutre estos ensayos son las telenovelas, los culebrones, los concursos, las películas de Kubrick, las discotecas… Y si tú no vas a las discotecas, ni al cine, ni al teatro, ni lees novelas, ni vas a desfiles de modas… dime entonces sobre qué puedes pensar, como no sea en los conceptos que te transmite otro ensayista como tú. Éste es un defecto que veo bastante arraigado en algunos colegas, dicho con todo respeto, y que me inquieta profundamente. De modo que estamos en un paisaje cultural y mediático extremadamente complejo — como nunca lo fue tanto en la historia pasada—, con propuestas que se cruzan, a veces contradictorias; con mensajes polisémicos, con una iconosfera densísima. Y claro, para abordar todo este mundo realmente hay que ser muy perspicaz. Umberto Eco dijo no hace mucho: «Internet es una gran librería desordenada». Chapeau. Lo es. Sí señor. Ésta es la definición de Internet. Y la revista Science lo ha corroborado al alertarnos del riesgo de «balcanización» del conocimiento científico en la red. Claro, hay cerebros privilegiados como el de Umberto que hacen diagnósticos fulminantes, pero el suyo no es un caso frecuente ni extendido. En general, veo una falta de nuevas hipótesis, no veo que surjan nuevas propuestas y métodos. No se ven, no, y eso que tenemos Internet ante las narices. Yo creo que ante esa panorama tremendo hay que ser humildes, pero a la vez estar muy atentos a todo lo que pasa y a todo lo que se produce, y tomar buena nota de ello.

Esta anemia crítica y reflexiva que constatas en buena parte de los estudiossobre comunicación, ¿tiene que ver con el hecho de que la reflexión es no sólo incómoda e incomodante, sino poco rentable en términos estrictamente crematísticos? ¿En qué te parece que aciertan y en qué erran las facultades de comunicación españolas, qué crees que les convendría incorporar a sus métodos y procedimientos de enseñanza e investigación?

Lo que pasa es que el pensamiento teórico no está de moda en nuestras facultades. Déjame que ilustre esto con una anécdota significativa. Yo imparto, entre otras asignaturas, Teoría y técnica del guión, y recuerdo que un año un grupo de alumnos que eran un poco los líderes de la clase vino a verme y me dijo: «Venga, va, basta de teoría, tú sólo a hacer prácticas. Queremos hacer guiones, tú los vas corrigiendo y nosotros iremos aprendiendo con tus correcciones. Fuera la teoría.» Ésta es la actitud de lo que yo llamo el how to do it. La gente quiere que le enseñes el how to do it, qué botón hay que apretar. Evidentemente, esto es de una miopía atroz. Te lo cuento como cosa que me chocó muchísimo, porque esos chicos eran unos radicales del how to do it. Ahora bien, esa actitud, que parece una caricatura, está extendida. Pienso que eso se debe a varias razones. Por una parte, algunos compañeros de docencia han presentado la teoría como algo realmente soporífero, inútil… Por otra parte está la influencia del modelo social, que empuja a la eficiencia inmediata, instrumental, del how to do it. Y la suma de las dos cosas crea esta aparente necesidad: vamos al grano, usted no me venga con florituras, vamos al grano. Yo pienso que esto es un suicidio. Para eso no hace falta una facultad universitaria, para eso están esas escuelas talleres que hoy proliferan. La teoría es irrenunciable, la teoría es categóricamente irrenunciable: categóricamente.

Porque, además, la teoría te permite ir más rápido, avanzar más en el conocimiento que si tienes que hacerlo con los tropezones de la vida diaria. Ese pragmatismo feroz que se ha extendido, ese how to do it es muy grave, muy grave… Y que conste que no creo que sea universal, porque yo me doy un hartón de dar conferencias por España y constato que hay mucha gente interesada por la teoría. Pero es verdad, con todo, que el repudio a la teoría afecta a muchos: por ejemplo, la falta de estudiantes españoles en los cursos de doctorado sería un reflejo de este problema. Todo esto es grave, porque la ciencia nunca avanza, nunca nada ha avanzado sin el pensamiento teórico. La teoría es irrenunciable. Y su abandono es inducido por esta cultura competitiva, centrada en el mercado, la cultura del triunfar, del llegar rápido. Ésa es, al fin y al cabo, la ética del capitalismo más productivista.

Revista Anàlisi, número 24, 2000. Pgs. 167/181

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