Socioporosis. Sobrevivir a la distopía digital

 

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César Rendueles

En agosto de 2011 el Papa Benedicto XVI visitó Madrid con motivo de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud, un encuentro católico que se celebra cada tres años. Varios cientos de miles de jóvenes procedentes de todo el mundo convivieron varios días bajo un sol abrasador. Un amigo médico que trabaja en el servicio de urgencias de un hospital madrileño me contó que esa semana se agotaron las pastillas anticonceptivas postcoitales en toda la ciudad y fue necesario pedir suministros extra a Barcelona. En realidad, era una situación completamente previsible. ¿Qué pensaban los organizadores de la Jornada Mundial de la Juventud que iba a ocurrir si reunían a una muchedumbre de adolescentes ociosos, ligeros de ropa y reticentes al uso de preservativos?

Desde el punto de vista de 2023, los proyectos ciberutópicos de principios de siglo suenan tan insensatos como la esperanza de que miles de jóvenes al borde de una sobredosis hormonal se comporten como monjes zen. Hoy vemos Internet, las redes sociales y todo el ecosistema digital con un profundo desencanto. Nos parece poco menos que una distopía nihilista de ira, vacuidad, resentimiento, agresividad, y falsedad. Pero, ¿qué pensábamos exactamente que iba a pasar al poner en contacto en un espacio digital anónimo a individuos sin un proyecto de vida en común ni herramientas deliberativas y entregábamos el control de sus interacciones a algoritmos diseñados para pelear por su atención y monetarizarla?

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Hace diez años publiqué un libro titulado Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital. En ese momento, Syriza hacía temblar a la Europa financiera con la posibilidad de un proyecto de democratización económica a escala continental, las calles de España continuaban llenas de manifestantes, el mundo entero seguía al minuto lo que ocurría en las plazas de Túnez, Egipto y Siria; incluso desde Wall Street se oían los gritos de protesta de los activistas anticapitalistas. Probablemente los historiadores del futuro se preguntarán por qué en un contexto político tan turbulento, que hizo saltar por los aires una hegemonía neoliberal sedimentada durante tres décadas, se discutía tanto sobre computadoras, redes digitales y software.

Es difícil hacerse una idea hoy de la centralidad discursiva que tenían entonces los debates tecnológicos entre la izquierda política. Los movimientos sociales antagonistas querían ver en la cultura libre una vía de colaboración no mercantil innovadora y más sexy que el cooperativismo tradicional. Echando la vista atrás resulta un poco sonrojante, pero no era raro que se idealizara la figura del hacker como una especie de aggiornamento del revolucionario profesional leninista. La razón es que el tecnoutopismo ofrecía a la izquierda radical una salida a un dilema desgarrador. Por un lado, la apuesta central de los proyectos emancipadores siempre ha sido la libertad: universalizar la oportunidad de desarrollar los mejores talentos de cada uno, una posibilidad que en el capitalismo monopolizan las clases altas. Pero, por otro lado, un proyecto colectivo como ese sólo puede ponerse en marcha en un entorno de solidaridades compartidas que garantice su carácter igualitario. Máxima libertad individual pero en el contexto de comunidades sólidas, valores pluralistas y exaltación de la diferencia en sociedades muy cohesionadas… Parecía un puzle imposible de encajar cuando, de pronto, Internet se nos presentó fugazmente como una puerta trasera oculta en el laberinto capitalista.

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Hoy parece evidente que la apuesta por la digitalización era un callejón político sin salida pero la verdad es que resultaba difícil resistirse a la tentación de un deus ex machina tecnológico que resolviera nuestras antinomias políticas. Y, de hecho, la izquierda tecnoutópica también tenía su versión socialdemócrata y conciliadora. En un acto electoral de 2009, con la Gran Recesión ya arreciando, el entonces presidente español José Luis Rodríguez Zapatero aseguró que lo que necesitaba nuestro país eran “menos ladrillos y más ordenadores”. Hoy, con millones de personas atrapadas en el timo piramidal de la criptoburbuja, cuesta entender que sea una sustitución tan evidentemente ventajosa de la dictadura inmobiliaria que padece España desde hace décadas.

Sería injusto achacar a las fuerzas progresistas alguna clase de ingenuidad tecnológica endémica de ese entorno ideológico. El tecnoutopismo formaba parte de las inercias heredadas de la época salvaje de la globalización neoliberal. Y la alternativa tampoco resultaba muy apetecible: un puñado de intelectuales europeos melancólicos, si se me permite el pleonasmo, que creían que el destino de la civilización estaba inextricablemente ligado a sus polvorientas Olivetti. La realidad es que el capitalismo desregulado postkeynesiano estableció desde el minuto cero una profunda afinidad con el modelo hegemónico de comunicación digital. La contrarrevolución neoliberal y el proyecto de un sistema digital de comunicaciones desinstitucionalizado, privado y mercantilizable se retroalimentaron mutuamente. Las tecnologías emergentes ayudaron a justificar el desmantelamiento de los sistemas de control financiero de la postguerra y, en general, los neoliberales consideraron que la construcción de una red de comunicación global era una base material importante para su proyecto político. Pero, además, entendieron que la tecnología digital proporcionaba algo de lo que el capitalismo había carecido hasta entonces: un modelo de sociedad y una cultura propia, una proyección cordial y no monetarizada de los mercados globales sobre los vínculos sociales cotidianos.

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En la época de la utopía digital, la tecnología de la comunicación se percibía como un campo de batalla político que, si bien no estaba exento de aspectos negativos –el control corporativo, la vigilancia del estado…–, era también un vector crucial de procesos de democratización incrementados. La hipótesis tecnopolítica proponía la posibilidad de una experiencia política aumentada –por analogía con la noción de “realidad aumentada”– o, al menos, una alternativa vigorizante al proceso de desafección política característico de las sociedades de masas ultraconsumistas.

El digital turn no se limitaría a enriquecer el bagaje político precedente sino que induciría un cambio sustancial en las condiciones de posibilidad y las formas de legitimación de la intervención política democrática. Existiría, desde esta perspectiva, una copertenencia entre nuevas dinámicas de representación, participación y deliberación democrática en las sociedades contemporáneas y la arquitectura distribuida y colaborativa de Internet y los social media. La razón de fondo era la tesis de que se estaba produciendo una cesura histórica profunda asociada a la tecnología de la comunicación que afectaba a nuestras relaciones sociales, a la estructura económica, a las manifestaciones culturales y, finalmente, a nuestra propia autocomprensión política y antropológica.

Esa fractura histórica se expresaría, en primer lugar, a través de la hipótesis de una discontinuidad generacional. Es verdad que la noción de “nativos digitales”, propuesta a principios de siglo por Mark Prensky, fue rápidamente refutada por una amplia serie de investigaciones empíricas. Como señaló con ironía Siva Vaidhyanathan, si nuestros hijos de cuatro años manejan con tanta soltura los smartphones no es porque tengan habilidades fáusticas desconocidas en el pasado sino porque son dispositivos diseñados para ser utilizados por niños de cuatro años. No obstante, a pesar de su debilidad empírica, la teoría de Prensky logró captar muy bien el Zeitgeist digital. En el fondo, era una traducción en términos cotidianos e intuitivos –la relación entre padres e hijos– de la idea de que las tecnologías de la comunicación están induciendo un cambio de época, una ruptura histórica profunda y duradera.

Por eso la idea de la discontinuidad tecnológica generacional tenía una relación íntima con la hipótesis de una transformación digital de las bases geopolíticas de la modernidad. Desde este punto de vista, el digital turn estaba produciendo la desconexión con sus entornos locales inmediatos de una gran cantidad de personas que, en cambio, estaban asumiendo una nueva identidad global en la que la distancia geográfica o las tradiciones vernáculas carecían de peso, todo ello en el contexto del declive del estado-nación como actor significativo y generador de hegemonía política. Por ejemplo, en un texto de 1992 considerado fundacional, Michael Hauben escribía: “Bienvenido al siglo XXI. Eres un netizen (un ciudadano de la red) y existes como un ciudadano del mundo gracias a la conectividad global que la Red hace posible. Consideras a cualquiera como tu compatriota. Vives físicamente en un país, pero estás en contacto con todo el mundo a través de la red global digital. Virtualmente, vives en la puerta de al lado de cualquier netizen del mundo. La separación geográfica es sustituida por la existencia en el mismo espacio virtual”.

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Imagen de Amy en Pixabay

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