Las redes no son simples espacios de comunicación, también forman parte de nuestra personalidad. En este sentido, crece el número de etiquetas que definen nuestra identidad digital y proliferan gran cantidad de estéticas vinculadas con nuestros estilos de vida. A pesar del deseo de diferenciarnos, estos hábitos y modas son comercializados por un capitalismo digital que nos homogeneiza.
¿Te acuerdas de la primera vez que usaste Internet? Me refiero a más allá de utilizarlo en el colegio en clase de informática, cuando los títulos de colores del Word 2007 eran la herramienta preferida para cualquier trabajo. Pienso en las tipografías de Messenger, en las escenas de Patito feo que miraba en YouTube a escondidas porque tenía prohibido ver la serie, o en los videoclips de Lady Gaga, que de pequeña me parecían películas del más alto nivel.
Da vértigo pensar en lo rápido que ha cambiado todo en poco más de una década: Word 2007 se actualizó y los títulos de colores acabaron despareciendo. Messenger pasó de moda; para mirar Patito feo, ahora seguramente lo haría desde alguna plataforma de streaming y desde la intimidad de mi móvil, no desde el PC de casa; y los primeros videoclips de Lady Gaga ya se consideran historia de la cultura popular, con ese tipo de consagración que solo otorga el paso del tiempo.
La experiencia digital actual es ahora otra. Internet, y las redes, ya no son una herramienta social más o un espacio donde pasar el rato, sino que forman parte de nuestra identidad, lo que consumimos queda adscrito de alguna manera a nuestra piel. Así lo explican los investigadores Stokes y Price en su estudio «Social Media, Visual Culture and Contemporary Identity»: «La proliferación de herramientas digitales convergentes y de bajo coste ha permitido a los milenials [y a la generación Z] documentar sus vidas de una manera sin precedentes. La habilidad de comunicarse constantemente en formas visuales ha creado una generación de nuevos bricoleurs de contenido que se basan en estas herramientas creativas para construir la identidad de múltiples maneras cambiantes».
Estos espacios digitales donde expresar nuestra identidad se han ido transformando constantemente. La imagen ganó al texto, y después el vídeo ganó a la imagen: Facebook, hasta que Facebook dejó de ser guay; Snapchat, hasta que Instagram incluyó las historias y filtros que superaban al del perro y la corona de flores; Twitter, que resiste las pataletas de Musk; y TikTok, la red que ahora se corona como la aplicación del momento, y que, con total certeza, condensa a la vez lo mejor y lo peor de Internet.
TikTok, TikTok… El algoritmo que me conoce mejor que mi madre. Sabe todo lo que me gusta, lo que todavía no me gusta pero que me gustará, y lo que me da vergüenza que me guste. Me mima, me dice lo que quiero oír, pero también me explica qué es lo que tengo que odiar de mi cuerpo, de mi cara, de mi personalidad, de lo que como, o de lo que no como, y después me vuelve a abrazar, y si no, lo entreno deslizando deprisa los vídeos que no acierta, para ponérselo más fácil.
Con prácticamente tres años de vida, la aplicación se ha convertido en el escenario social digital de referencia. Es el origen de los memes más virales, de las canciones de moda, de las nuevas tendencias y de qué productos se agotarán en el Mercadona (como fue el caso del «cruapán», una mezcla de pan de molde y croissant que se hizo viral en TikTok y se agotó en todas partes).
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