TikTok es una red social donde se elaboran y comparten vídeos de corta duración que se ha convertido en un fenómeno global más allá del mercado adolescente con el que arrancó en 2018. Nos preguntamos qué singulariza la experiencia de uso de esta app basada en el scroll infinito y con una arquitectura algorítmica, pasando por la vivencia del tiempo y la circulación de capital sexual y emocional que propone, así como la sobrerrepresentación de ciertas realidades en detrimento de otras.
Pequeñas historias en time-lapse, vídeos de animales, coreografías con arreglos de trap o reguetón, labios sincronizados –lipsync– sobre diálogos de telenovela, k-pop, experimentos con productos de limpieza y paradojas temporales se encadenan sin descanso en el zapping infinito de la red social TikTok –Douyin en China–. Son nudos diminutos, compulsiones de apenas unos segundos que nos miran, que nos estudian para darnos lo que más nos gusta, que nos invitan a responder con un nuevo vídeo a challenges o retos virales que invitan a la participación. Frente a la continuidad exacerbada de los vídeos de gameplay, charlas, música y ASMR de la plataforma de retransmisiones individuales Twitch, la discontinuidad de TikTok convoca un deseo de ver más, de ver diferente, un anhelo de compartir y de ser compartido que nunca puede ser saciado, tal vez solo fatigado por un instante.
Vídeo tras vídeo, sin interrupción alguna que pueda recordar el fuera de campo de la app, TikTok, como su rival Triller o como Instagram, Facebook, Twitter, WeChat o Toutiao, se despliega a partir de un continuo deslizamiento sobre la pantalla del smartphone. Aunque todavía no figure como un hito en los estudios de antropología o en los manuales escolares, el año 2006 introdujo en la historia cultural del ser humano un dispositivo visual tan importante como lo fueron el libro o la imprenta: el scroll infinito, una función de la interfaz táctil que es el fundamento de la mayor parte de las redes sociales contemporáneas. Concebido por el ingeniero Aza Raskin, diseñador de interfaces, empresario y, en los últimos años, activista a favor de la utilización ética de la tecnología, el scroll infinito no solo cataliza las posibilidades de la pantalla táctil incorporada por primera vez en el iPhone de Steve Jobs en 2007, sino que constituye también el espacio de una reprogramación cognitiva de nuestro acceso a la información y nuestra concepción de las emociones y del tiempo.
El feed nunca se acaba
«El ojo solo ve aquello que mira, y solo mira aquello de lo que ya tiene una idea», solía escribir en un cartel en la entrada de sus clases de identificación criminal Alphonse Bertillon,[1] el creador de la antropometría judicial, cuyo sistema fue adoptado por todos los cuerpos policiales del mundo occidental a partir de 1888. Al reiterar el gesto de deslizamiento sobre la pantalla de TikTok, nuestros ojos no solo van reconociendo aquellas imágenes para las que ya tenemos un paradigma de comprensión, sino que el sistema de inteligencia artificial gestado por la compañía china ByteDance registra los micromovimientos de nuestro pulgar, el tiempo que dedicamos a cada imagen, nuestros likes y preferencias a la vez que etiqueta cada vídeo para alimentar el flujo de actualización –feed– con aquellas imágenes que mejor pueden satisfacer nuestro deseo de seguir asomándonos a esa concatenación de estímulos solo en apariencia caótica, con más de 2.000 millones de descargas y picos de casi 1.000 millones de usuarios activos al mes.
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