Bajo corriendo las escaleras mecánicas del metro mientras escucho tu voz. Con la mano derecha sostengo el móvil pegado a mi oreja. Con la izquierda un par de bolsas. Salto los peldaños de dos en dos y todavía me sorprendo de no estamparme contra el suelo. Voy escuchando, a trompicones y como puedo, aquello que me narras en un audio de WhatsApp infinito, uno de esos que una se deja para el oasis de una escucha sosegada que nunca llega. Estás siendo mi banda sonora junto al retumbar de mis 120 pulsaciones por minuto. Entro al vagón y en tu relato se funde «próxima estación…». Ahí me acuerdo de que tenía que contestar unos correos urgentes, así que dejo tu audio a medias. Para cuando quiero retomarlo ya no recuerdo qué decías en la primera mitad.
Gracias a la nueva posibilidad de acelerar los audios, hoy podría estar escuchándote a doble velocidad. Probablemente en el instante en que mi pie se dispusiera a cruzar el abismo entre coche y andén ya habría terminado. No puedo negar la practicidad de esta función. No puedo negar que a veces se me acumulan tus audios. Y me agobio. Hay una urgencia incómoda en este consumo pausado de tu voz. También me siento culpable cuando soy yo la que se extiende. Cuando levanto el dedo, mi audio vuela hacia su destino y ya van demasiados minutos para nuestras aceleradas existencias. ¿Cuál es la duración del exceso, a partir de qué segundo hay que pedir perdón?
Parece que poder escuchar los audios más rápido es algo que deseábamos. Perder menos tiempo en escuchar las chapas que nos mandan. Sentir menos juicio cuando enviamos un podcast. Quizá ya no hay que disculparse, entre risas y vergüenzas, porque sabemos que quien escucha tendrá la opción de desdibujar nuestro tono y minimizar el esfuerzo. Pero no deja de haber algo inquietante en el asunto. Admitir que nos viene de perlas esta novedad viene acompañado de asumir que no tenemos tiempo para la escucha. Porque escuchar es precisamente eso, transitar una secuencia de sonidos, entregarse a la temporalidad. Nutrirse del paisaje sonoro que acompaña el audio, ya sean pajarillos en el parque o el eco de un baño en pleno momento All Bran. Las pausas, las respiraciones, la forma de modular la voz. La emocionalidad que desprende el recorrido por cada palabra. La artista e investigadora Salomé Voegelin habla de la escucha como «un acto de compromiso con el mundo». Una escucha que reconoce, que acoge y que da espacio a la existencia.
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