Como ya hicieran otros medios al nacer, los videojuegos se enfrentan al problema de dar crédito a los artistas que los crean.
La semana pasada ocurrió algo curioso. La escritora Sam Maggs (que a sus 33 años ejemplifica a una nueva hornada de autores que pivotan entre la novela, el cómic y los videojuegos), denunciaba el borrado de su nombre del juego Ratchet & Clank: Una dimensión aparte (2021), uno de los mejores de Play Station 5.
La denuncia en su Twitter hablaba, en principio, del nombre de la protagonista femenina de la entrega: Rivet, un hallazgo que reclamaba suyo pero que al final se había, como tantas otras ideas suyas, adjudicado la compañía detrás del juego. Pero su hilo terminaba profundizando (y exponiendo) una problemática mayor, creciente y pertinente que rodea al mundo digital y que cada día se hace más importante tratar: la autoría, un concepto difuso en el mundo de los videojuegos.
En su cómic de 2010 El invierno del dibujante, el gran Paco Roca reflejó una realidad similar: a finales de los años cincuenta, los dibujantes de cómic españoles no eran los creadores de sus obras (hablamos de tebeos inmensamente populares como El Inspector Dan o Zipi y Zape), sino meros asalariados de las editoriales, que se hicieron dueñas de los personajes. La historia de Roca refleja cómo esos artistas (Escobar, Cifré, Peñarroya…) plantaron cara a la más famosa editorial (Bruguera) señalando una realidad incómoda: que en las artes el estatus de autor hay que ganárselo a pulso.
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