Núria Araüna defiende el diálogo y la solidaridad entre universidades y grupos de investigación  

 

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Por Amparo Huertas y Silvia Porta (OCC InCom-UAB)

Núria Araüna se graduó en Comunicación Audiovisual y en Antropología Social y Cultural por la Universitat Autònoma de Barcelona, su trayectoria de investigación se ha centrado en los estudios de género, los estudios culturales y la comunicación.

¿Crees que la universidad está formando correctamente a los futuros y futuras profesionales de la comunicación? ¿Crees que los planes de estudio actuales tienen sentido? ¿Modificarías algún aspecto?

La Universidad debe entender el sector y formar profesionales, pero debe ser algo más que una pieza funcional del sector empresarial y el mercado laboral del momento. Una de las especificidades de la enseñanza universitaria es que esta debe permitir una compresión amplia del papel de los fenómenos comunicativos y de la cultura visual en las sociedades contemporáneas, y acompañar la formación de personas críticas y responsables con el acontecer de estos fenómenos. Ante la aparente inmediatez de las herramientas comunicativas digitales, la universidad debe ser también un lugar donde se ofrezcan planteamientos que superen el breve momento presente. Es evidente que, tanto en el aspecto tecnológico como en el profesional, el sector de la comunicación vive cambios acelerados, mientras que las transformaciones en los sistemas académicos requieren procesos más lentos, por los procesos burocráticos que requiere cualquier modificación, pero también porque se debe pensar muy bien cómo implementar estos cambios y el alcance que se quiere obtener. Además, a menudo nos centramos en la novedad, pero también es fundamental que nos fijemos en lo que perdemos.

No obstante, hoy en día hay múltiples opciones de formación que conviven con la universidad. Hay formaciones especializadas en ciclos formativos, a través de plataformas de Internet, de ofertas públicas en centros cívicos y al SOC (Servei Públic d’Ocupació de Catalunya), cursos de todo tipo… y hoy en día la mayoría consultamos los famosos tutoriales, que ayudan a resolver problemas técnicos concretos. Esta disponibilidad de herramientas y entornos hace que los entornos de aprendizaje sean diversos y se superpongan. Ahora bien, la universidad ni puede ni ha de reemplazar todo esto, pero al mismo tiempo ninguna de estas opciones puede reemplazar la universidad, que tiene que construir su propio espacio, su geografía formativa, que a veces parece haberse diluido en la sobreinformación contemporánea y la gestión neoliberal de la academia. Los estudios de comunicación tienen un reto que no es nada sencillo, que es el de ofrecer una perspectiva amplia de conocimientos del sector y su historia, referentes y pensamiento crítico, y a la vez también han de implicarse en el desarrollo de diferentes tareas profesionales. Se trata de un amplio abanico de conocimientos y, a mi entender, aceptando que se debe pensar en cierta especialización y habilidades concretas, estas no tienen que ser una excusa para dejar de proveer al alumnado de reflexiones sobre el papel que sus trabajos y vidas juegan en un mundo complejo.

Entonces, por lo que se refiere a la pregunta, creo que es deber de las universidades hacer una revisión crítica de su propia función social y la formación que ofrecen, sin perder de vista que son espacios imprescindibles para la democratización de la educación superior y, en este sentido, de la participación pública, en un sentido profundo. Y por lo que se refiere a mejoras, tengo la sensación de que se debe profundizar en esta dimensión democratizadora, que está lejos de ser suficiente por diferentes razones: el acceso a la universidad sigue siendo desigual entre los diferentes colectivos y según la renta, no todo el mundo dispone del tiempo y los recursos para poder disfrutar y, cuando se puede acceder, no siempre se tiene el lujo de poder dedicarle atención. Debemos trabajar por una universidad más abierta, tanto en sus programas formales como en su cruce con diferentes iniciativas sociales.

En una sociedad tan polarizada como la actual y en la que es tan fácil acceder a contenidos de todo tipo, formar en valores éticos – que siempre se ha considerado garantía de una comunicación responsable y comprometida con la ciudadanía – no parece fácil. Como profesora e investigadora, ¿cómo trabajas en este entorno? ¿Te has encontrado alguna vez con problemas?

Empiezo por el final, por el hecho de que hasta ahora nunca me he encontrado con problemas. Las personas entienden que el debate ético es parte de su formación. Las aulas (y no solo las universitarias, cuando hablamos de esto) son un espacio clave de encuentro donde poder conversar, desde la discrepancia, sobre los valores éticos que debemos garantizar en las prácticas cotidianas, y sobre todo lo que tiene que ver con la responsabilidad de las personas que en un futuro crearan contenidos. Cuando se habla de formar a los profesionales de la comunicación, no se puede obviar que sin información y representaciones justas es imposible que puedan darse tomas de decisiones democráticas, lo que supone una responsabilidad específica.

La diferencia generacional y el funcionamiento en burbujas, por decirlo así, de gran parte de la cultura comunicativa actual, hace que a menudo el estudiante esté en contacto con contenidos diferentes de los que el profesorado podemos contemplar en nuestras rutinas de consumo. Conversar con ellos nos despierta y ese hablar introduce nuevos dilemas de los cuales es necesario tener constancia para saber encontrar respuestas o, al menos, crear preguntas. Las aulas, de esta forma, pueden convertirse en un lugar donde romper esa comunicación compartimentada y establecer debates más amplios sobre cuestiones como la inclusividad en el audiovisual, la reacción ante los discursos de odio y discriminatorios, lo que se ha llamado “fake news”, las hegemonías visuales, e incluso la transformación de los currículums académicos, que también son excluyentes y que deben hacer un giro descolonizador, despatriarcalizador. De esto hablamos en el aula cuando encaja con la asignatura. También es necesario confiar, al menos algo por poco que sea, en que la mayoría de personas aspiran a crear futuros más generosos, que son capaces de empatizar con los otros y que las habilidades aprendidas en la universidad deben ponerse al servicio del desarrollo de alternativas a los discursos catastrofistas actuales.

El problema más agudo que tenemos es quizá el tiempo, precisamente. Durante los últimos años hemos rediseñado las asignaturas de forma que es necesario que se entreguen múltiples trabajos. Esto tiene que ver con la adaptación al plan Bolonia. Eso deja poco tiempo al alumnado, y a veces también para el profesorado, lo que impide profundizar en determinados debates, llegar a soluciones creativas y trabajar la vocación sin prisa, con cuidado.

De cara al desarrollo de la trayectoria del alumnado, ¿cuáles son las principales debilidades y fortalezas de la juventud que llega hoy a los grados de comunicación?

Más que hablar de debilidades y fortalezas, se puede ver desde la perspectiva de que las prácticas culturales cambian, así como lo ha hecho el sistema educativo de los estudiantes que llegan hoy a la universidad si lo comparamos con lo que yo viví. Quizás el alumnado de hoy es más hábil expresándose oralmente de lo que lo éramos nosotros, también han tenido acceso a formación o autoaprendizaje en determinadas destrezas como el diseño o el tratamiento de imagen. Quizás esto tiene relación con el hecho de que la comunicación y la cultura son cada vez más audiovisuales, y la palabra escrita ocupa menor espacio en los consumos juveniles. Así, la lectoescritura de cierta extensión y complejidad parece estar menos interiorizada entre la mayor parte del alumnado, tal vez porque vivimos en un ecosistema donde mantener la atención en proyectos de media o larga duración es complicado, con las continuas interrupciones de teléfonos móviles, aplicaciones, multiplicidad de tareas, demandas diversas. Pero esto de la atención, convertida en producto codiciado por la economía digital, es una cuestión transversal. También para nosotros, el profesorado, cada vez es más ardua la conservación de esa atención y la seguridad de contar con un tiempo laboral dedicado a asentar aquello que hemos trabajado, leído o aprendido. Se habla recurrentemente de las tecnologías digitales ubicuas, sobre las que siempre tenemos la sensación de que tenemos que adaptarnos mientras continuamos cambiando, pero también se suma la sobrecarga de tareas burocráticas que, como explicaba David Graeber, se va expandiendo por todo, multiplicándose la pesadez de todos los procesos. Mi sensación es que el profesorado nos encontramos en momentos de saturación y agotamiento, y el alumnado también va con la lengua fuera para seguir el ritmo de los trabajos y sesiones programadas. Quizás hemos de hablar sobre cómo rearticulamos ritmos institucionales más vivibles y quizás no tan computables. Y también, un aprendizaje menos computable, en realidad.

Me llegan otras impresiones, como la intensificación del individualismo, el presentismo. Pero son esto, impresiones, y no querría caer en prejuicios que, quizás, al final, beben más de la propia nostalgia que no de un análisis objetivo de la realidad. Sí que es cierto, y cada vez hay más voces que así lo afirman (desde el clásico texto de Mark Fisher a las llamadas a la imaginación de Ursula LeGuin o Caitlin Moran), que las generaciones adultas hemos esparcido perspectivas catastrofistas del mundo que, quizás, han restringido la posibilidad de imaginar el futuro de los jóvenes. Sobre esto debemos pensar.

Pensando en el área de comunicación: ¿qué papel juega actualmente la Universitat Rovira i Virgili (URV), a Tarragona, en el mapa universitario catalán?

En el contexto catalán, la URV es una universidad joven, que da cobertura al sur de Cataluña, que es un territorio muy importante desde la perspectiva poblacional, cultural y económica, pero que históricamente ha tenido carencias en materia de infraestructuras como el transporte público, por ejemplo. Se puso en marcha un proceso de descentralización de la educación superior catalana y es valioso porque desde cada territorio, a pesar de estar cerca, el mundo también se ve diferente. Esto permite incorporar puntos de vista distintivos; en nuestro departamento, y vinculado a lo que ha representado la industria energética en este territorio, hemos tenido una línea fuerte de comunicación de riesgo con perspectiva crítica, por ejemplo. La universidad ha crecido sostenidamente en los últimos años, con muchas áreas de innovación y combinando la preocupación por el territorio más próximo con el conjunto del país, pero también con una internacionalización importante.

En el caso de los estudios de Comunicación, somos un departamento relativamente joven. Como unidad predepartamental, empezamos a ofrecer estudios de comunicación poco después del cambio de mileno y nos instituimos como departamento ya en 2009. Desarrollamos programas de estudio que diesen a nuestros titulados versatilidad y autonomía a la hora de actuar en el entorno profesional, así como una mirada crítica e inclusiva. Yo me incorporé a finales de 2008, y mi vivencia ha sido la de participar en una universidad que tenía margen para crecer y para inventar, que quería distanciarse de algunas prácticas académicas que no nos gustaban y que el hecho de nacer, sin una estructura pesada en la mochila, hacía pensar que se podía construir de otra forma. Pero, para un departamento que se iniciaba modestamente y necesitaba crecer, y que buscaba una cultural laboral solidaria, con un número de estudiantes muy elevado y un proyecto ilusionante, la crisis iniciada en 2008 fue muy dura. Teníamos que poner en marcha departamento, grados y másteres en un periodo de recortes continuos, en una estructura que arrancaba muy tensionada y donde muchas de nosotras teníamos contratos precarios.

Quizás esta experiencia ha teñido parte de nuestra investigación, que pone el acento en el poder y las desigualdades. Compartimos un grupo de investigación que engloba las líneas del departamento, que se llama Asterisco. Hemos decidido, hasta ahora, seguir en un único grupo porque, a pesar de la heterogeneidad, esto nos permite enriquecernos desde perspectivas diferentes. Tenemos dos grandes líneas, una de comunicación institucional y una segunda de identidades en el audiovisual. A grandes rasgos, la primera incluye investigaciones en comunicación de riesgo, comunicación política, comunicación y salud, el tema de las fake news y los sesgos informativos, y la comunicación corporativa, a parte de estudios de la construcción de destinos turísticos, instituciones museísticas, etcétera. La línea de identidades abarca cuestiones como los estudios de género y feministas, trabajos sobre cómo los juegos de mesa representan la historia, la representación de la ruralidad, investigaciones de memoria social y pública en el audiovisual, las autorepresentaciones de las personas jóvenes en las redes sociales, la música popular contemporánea, o los activismos. Así que la URV quizá juega un papel tan plural como su investigación, y participa en redes amplias.

¿Qué objetivos te marcas desde la dirección del Departamento de los Estudios de Comunicación? ¿Cuáles son tus principales preocupaciones y retos?

Para resumir, os diría que los retos principales consisten en la estabilización de la plantilla del departamento y la dignidad de las condiciones laborales del personal, en transformar la cultura laboral académica de nuestro espacio, en plantearnos conjuntamente cómo impartimos y acompañamos la docencia aprovechando la modificación del plan de estudios y, en materia de investigación, en preocuparnos más por el impacto social.

La recuperación de la inversión, los proyectos de investigación que hemos desarrollado y el plan de choque del gobierno están permitiendo cierto crecimiento del departamento, y algunas estabilizaciones, y nos gustaría que el profesorado a tiempo completo no estuviera tan saturado. Con la entrada en vigor de la LOSU (la nueva ley de universidades) se prevén algunas medidas que deberían ayudar a resolver parte de las situaciones mencionadas. Y tengo algunas críticas, porque la ley debería ser más firme con la regularización de aquello que denominamos “falsos asociados” (estableciendo vías claramente separadas y bien dotadas, tanto para regularizar lo que hemos denominado “falsos asociados” como los investigadores predoctorales y postdoctorales). Si bien abre alguna puerta para una parte de este profesorado, no lo hace de forma decidida ni demasiado extensa, estructural. Responder a la situación en que había quedado la universidad, el lugar desde donde partimos, exigía muchos más recursos, así como recuperar el sentido público de la universidad. En cualquier caso, uno de los objetivos es hacer esta transición hacia la LOSU de la forma más justa y menos agresiva posible, ya que los cambios siempre conllevan ajustes difíciles.

Otra meta pasa por ahondar en algunas de las formas de hacer de nuestro departamento que ya vienen de direcciones previas, como la transparencia y la toma de decisiones de forma democrática y solidaria. Por eso es necesario hablar mucho de la cultura del trabajo académico, sin olvidar que hay numerosos estudios que revelan alta incidencia de trastornos psicológicos y malestar emocional entre el personal universitario, normalmente ligados a la sobrecarga, la presión y la precariedad. Sobre esta cuestión han reflexionado investigadoras como Remedios Zafra o Javier López Alós, entre otras. Durante los últimos años se ha construido una cultura de la cuantificación que obligaba al personal investigador a una productividad absurda con el fin de mantener su lugar de trabajo y que tenía poco que ver con la calidad del trabajo o con la satisfacción personal. Este ha sido un criterio también impuesto en los centros con el fin de obtener financiación y que, por suerte, parece que desde el ministerio también se está empezando a poner en cuestión. El hecho de que, en materia laboral, la universidad estuviera en una situación de excepcionalidad en relación a las regulaciones laborales habituales, había hecho especialmente vulnerables a sus trabajadores con alto riesgo de caer en estas tendencias y en la competitividad, en lugar de facilitar dinámicas solidarias que son las más beneficiosas para la producción de conocimiento valioso y de docencia de calidad. Los entornos precarizados son muy vulnerables a esta erosión del sentido público, porque la gente acaba encontrándose forzada a actuar a la defensiva. Volviendo al inicio de la entrevista, no es extraño que estas derivas hayan contribuido a la pérdida de la noción de cuál es el proyecto universitario, y cuál es el papel de la universidad en la producción de conocimiento de una sociedad.

En este sentido, también cabe resituar la investigación, que es parte importante de la tarea que hacemos en la universidad, como actividad significativa y con valor social, elaborada con ritmos que deben acompañar la vida. Y, por supuesto, necesitamos revalorizar el personal técnico, de gestión, de administración y servicios, que también sufre la sobrecarga laboral en nuestra universidad, y se nos ponen muchos límites a la hora de ampliar y dignificar las plazas, cosa que es absolutamente necesaria.

La vida universitaria ha cambiado mucho los últimos años… Ahora se exige un volumen de actividad tan elevado que no siempre es fácil compaginarlo todo con la vida personal, especialmente en el caso de las mujeres. Este es un tema de conversación que aparece casi en todos los encuentros académicos. ¿Cuál es tu opinión sobre esto? Y si estás de acuerdo, ¿crees que es posible encontrar una solución?

Es cierto. Como dato, las cifras recientes muestran que en la URV no hay ninguna persona del cuerpo docente e investigador de menos de 35 de años con un contrato indefinido. Ni una de entre más de 2500 de nuestro cuerpo docente. Esto nos da pistas de la inestabilidad del trabajo académico. Las personas que hemos desarrollado la carrera académica los últimos años nos hemos encontrado con una concatenación de contratos temporales con salarios que no eran suficientes para la subsistencia. Esto quiere decir que hemos tenido que compaginar trabajos diferentes, hecho que a la larga es agotador. Para las personas que tienen cargas de crianza o de cuidado de otras personas, que acostumbran a ser, con mayor frecuencia e intensidad, las mujeres, la situación se vuelve especialmente amarga, aún más si añadimos el contexto competitivo y productivista, que obligaba a no pararse si se optaba a renovar o tener un nuevo contrato. Son temas que generan mucha frustración, porque tocan una cuestión central en la vida de las personas, que son los cuidados y el bienestar en las relaciones personales. Es cierto que la universidad ofrece vías como las becas al extranjero, pero se debe pensar que son caminos diseñados para un tipo de sujeto que puede desvincularse del territorio, que no tiene personas a su cargo, que puede estructurar su vida en función de trabajos provisionales y adaptase a la movilidad internacional y, evidentemente, que ha tenido el privilegio o el azar de una buena formación en inglés (sobre todo). Para muchas personas, todo esto son barreras que escogen. O imponen un peaje elevado a aquellas personas que las escogen o se ven abocadas a emprender este camino.

Los últimos años se han aprobado algunas medidas que permiten compensar un poco la carga que supone la maternidad, como los permisos de intensificación de la investigación que pueden solicitar personas que han dedicado su tiempo a la crianza, pero es innegable que la desigualdad persiste. En los puestos de máxima responsabilidad, la presencia de mujeres es menor. Los problemas a resolver no son precisamente los de la “cima” o los de las personas que cobran más, porque la universidad también es una estructura muy desigual que no queremos sostener, pero el dato nos sirve de indicador para observar lo difícil que es compaginar investigación con tareas de cuidado de otras personas. En cierta medida, es imperativo romper con la asunción de que es necesario trabajar más de lo que dice el contrato. Esto no tendría que ser así: ni un minuto más. Todo lo que no sea hacer valer nuestros derechos colectivos, al final acaba perjudicando a todo el mundo, pero especialmente a las personas que tienen menos privilegios externos a su trabajo, cuya subsistencia depende enteramente de su trabajo. Pero la degradación de la calidad de vida es general.

En lo que se refiere a la relación en el seno del colectivo del profesorado, domina la competitividad. ¿Cómo crees que esto puede afectar al futuro de la ciencia? ¿Crees que sería posible generar y cultivar dinámicas de colaboración?

Es una tensión que ocurre en los diferentes entornos laborales, aunque en el caso de la universidad es cierto que la competitividad no se promulgaba como el suplemento para ascender sino como un mínimo para subsistir en la estructura académica. Esto tiene que ver con eso de normalizar trabajar más horas de las que indica el contrato, y que no deberíamos hacer nunca. De hecho, es ilegal. Supongo que con buenas inspecciones de trabajo esto se resolvería. Y obligaría a dotar a las universidades de forma adecuada, según las horas de trabajo que se requieren.

También es cierto que la universidad ha sido enmarcada como un espacio de trabajo vocacional. Remedios Zafra acierta al hacer un paralelismo con el trabajo en el ámbito del arte y de la cultura. Zafra nos dice que el presunto “entusiasmo” que sentimos por formar parte de estos entornos nos subjetiviza de forma agradecida y nos dispone a unos sacrificios que tendrán un impacto negativo en nuestra salud, tarde o temprano. Otras pensadoras, como Wendy Brown, dirían que estructuras como las de las universidades, pero también muchas otras, nos llevan a la presión continua de trabajar en nosotras mismas como objetos de inversión, para ser valoradas en los mercados académicos. Así, nos subjetivizamos en una “razón neoliberal”, individualista. La competitividad al extremo hace que no haya ningún tope, que no haya límites, porque estamos en una estructura donde no hay trabajo digno para todos y siempre puede haber alguien con un mérito más que tú para “ganarse” la siguiente plaza. En síntesis, que la solidaridad es el mecanismo para ponernos límites colectivamente y ponerlos al que se nos exige, y que una redistribución de los trabajos y la dignidad laboral es la única forma de reducir la explotación. Y también es a través de la solidaridad que podemos reclamar un trabajo que no nos aliene, que podamos hacer bien.

Es muy útil apelar a todas las culturas de la resistencia contra la autoexplotación basada en el perfeccionismo y, a pesar de que no nos damos cuenta, también en el individualismo. De forma que encuentro que es sano hablar de la pereza y el cuidado, del tiempo que no es laboral, priorizar empresas de conjunto, publicar en revistas sin índice de impacto, pero, sobre todo, no exigir a las otras unos estándares desproporcionados, porque además estos estándares tienden a invisibilizar las desigualdades – por ejemplo, y como decíamos antes, quien tiene responsabilidades de cuidado, o debe compaginar diversos trabajos para llegar a final de mes, no podrá “producir” tantos resultados de investigación. El índice de sindicación entre el personal docente e investigador es muy bajo, y quizás esto explique que la precariedad se haya instaurado tan cómodamente en este espacio. Si cambiamos el individualismo y la competitividad por una aproximación colectiva a la defensa de nuestros derechos, tendremos mucho a ganar.

No se si puedo decir que, además, esta competitividad resultaba un tanto absurda porque se ha basado en indicadores bibliométricos ya muy cuestionados, que han perjudicado el interés de la investigación y su sentido social. Quiero decir, no necesariamente eran méritos con los cuales se podía sentir satisfacción personal alguna. Parece que desde el ministerio se están corrigiendo algunas de estas tendencias y de esto puede resultar un panorama más agradecido.

A pesar de la lectura pesimista, sí quiero añadir que, de facto, también hay dinámicas solidarias y colaborativas, por fuerza y por elección, en nuestra cotidianidad académica. Lo que pasa es que no son promovidas por el sistema universitario, que acaba premiando el individualismo. Es necesario visibilizar esta solidaridad, también. Se ha ver toda aquella generosidad que hay en las prácticas cotidianas, para no desanimarnos y porque es necesario ser justos cuando leemos el mundo. Y porque tenemos que aferrarnos, expandir estos momentos solidarios, y contemplar como nos premian no desde los indicadores inmediatos pero sí desde lo que más nos hace falta a veces: dar sentido al trabajo y a la existencia.

¿Crees que se están tomando medidas adecuadas para evitar la precariedad laboral dentro de la universidad?

Para ser justa, ahora mismo se están emprendiendo acciones, como la convocatoria de plazas estructurales, bajo requisitos razonables, y pensar en las formas en que la investigación universitaria puede incidir de forma positiva en la sociedad – hecho que al final tiene que ver con otra precariedad, que es la vinculada al sentimiento de vacío cuando parece que es más importante conseguir resultados administrativos y computables que aportar cosas positivas al mundo.

Ahora bien, uno de los problemas de la universidad es que la precariedad hace muchos años que se ha arraigado, se ha hecho andamio, cosa que hace que los cambios tengan un impacto limitado, en proporción a la magnitud de la tragedia. Ahora, con el plan de choque del gobierno y la LOSU, sí que se pueden dar cambios positivos en las vidas académicas; por ejemplo, ya se han eliminado las acreditaciones de lector o profesor ayudante doctor. Esto quiere decir que se puede acceder a las plazas regulares sin haber de acumular estos méritos computables de los que hablábamos antes. Esto es una buena noticia, pero ahora el problema con que nos encontraremos es que hay muchísimas personas que los últimos años han hecho esfuerzos para conseguir estas acreditaciones y esto tampoco les garantizará un lugar con cierta seguridad; se les pone a competir con todo el mundo que tenga un doctorado. Además, hay que pensar que a menudo el problema no era tanto la acreditación como el hecho de no haber plazas para todas las personas acreditadas.

También se empieza a valorar que las personas no hagan una producción desmesurada de investigación sin profundidad ni coherencia, sino que se trabaje con ritmos adecuados, con calidad y originalidad, y considerando el impacto social de la investigación. Al fin y al cabo, la investigación se sostiene en gran medida con recursos públicos. Y volviendo al tema del PTGAS, hay que manifestar que tenemos un problema cuando en la conversación pública sobre la universidad hablamos prácticamente solo del personal docente e investigador, porque el personal técnico, de gestión, de administración y servicios es fundamental para el sostenimiento de las estructuras académicas, tanto en docencia como en investigación y función social. Desde los departamentos tenemos muchas dificultades para poder incidir en la mejora de condiciones y el aumento de estas plantillas, y ahora mismo con el incremento de los procesos burocráticos y del número de estudiantes, este personal está saturado y necesita refuerzos y mejores condiciones.

En síntesis, no se puede decir que no se esté haciendo nada. Pero veníamos de una universidad donde hacia falta una apuesta más valiente en lo que se refiere al papel de la universidad y a los recursos que necesita.

Esperemos que el nuevo cargo te deje tiempo para continuar trabajando en el área de la investigación y la transferencia. ¿Con qué proyectos estás ahora animada al margen de la gestión?

Yo también espero que el cargo me deje tiempo; a pesar de que estoy intentando discernir si efectivamente será así. Precisamente hace un tiempo que trabajo con David Archibald, de la Universidad de Glasgow, sobre repensar las formas de hacer investigación en el panorama académico contemporáneo. En unos de los proyectos que trabajamos miramos de articular, a través del cine documental, una red entre activistas feministas de cuatro ciudades históricamente conectadas, que nos permiten reflexionar acerca del colonialismo, los diferentes feminismos y sus raíces, y todo lo que podemos aprender las unas de las otras. Las ciudades son Matanzas y la Habana (Cuba), y Glasgow (Escocia) y Vilanova y la Geltrú (Cataluña), con las cuales las primeras están hermanadas. En Cuba participan en el proyecto filósofas como Maydi Estrada Bayona, que forma parte de Articulación Afrofeminista. Aprovechamos el vínculo institucional del hermanamiento como punto de partida de un diálogo que no se ha dado en el espacio público con suficiente profundidad (cómo perduran en la actualidad las desigualdades y sesgos coloniales, por ejemplo, o hacia dónde no hemos de ir cuando los modelos de los diferentes países parecen hacer aguas o conducir al colapso ecológico global) y entendemos el audiovisual de forma dialógica, en una tradición que conocimos por Mikhail Bakhtin. Desarrollamos la tradición que aportan pensadores con firmeza anticolonial o descolonizadora como Margara Millán, Francesca Gargallo, Lola Olufemi, Zuleica Romay e incluso personas como Marina Garcés cuando remiten a la articulación de un mundo común o Gayatri Spivak y su apuesta por la “empatía radical”, y evidentemente cada una de las participantes de nuestro proyecto. Pero, aparte de escuchar, para explicarlo de forma fácil, grabamos audiovisuales, los editamos conjuntamente, programamos proyecciones, compartimos el espacio y el tiempo que nos transportan las imágenes, etcétera. El trabajo con las compañeras de Cuba nos obliga a repensar todos los supuestos, desde asumir que es viable diseñar el proyecto contando con una conexión rápida a Internet hasta organizar una reunión o un acto público. Las desigualdades neocoloniales lo trastocan todo, obligan a afinar. Es un proyecto que depende financieramente de la British Academy – esto también daría para muchas reflexiones sobre el neocolonialismo–, pero que cuenta con activistas y personas de las cuatro ciudades, y que mira de romper muros entre la academia y los espacios activistas y artísticos.

Aparte, también participo en un proyecto que revisa la historia reciente de las representaciones audiovisuales en cuanto al género, dirigido por Gonzalo de Lucas desde la Universitat Pompeu Fabra. En particular, el proyecto se centra en las actrices de los films producidos en España durante el periodo llamado de Transición Democrática y en la forma en que conseguían plasmar la emergencia de nuevas subjectividades femeninas. La colaboración entre universidades es importante en este sentido, porque trabajando juntas es como podemos intercambiar los aprendizajes y reflexiones que hacemos en nuestros respectivos centros de trabajo. La colaboración nos permite hacer, también, algo dialógico, que cruza las respectivas trayectorias y pensamientos, pero que no borra ninguna voz sino que nos lleva a convivir y reconocer cómo nos afecta la existencia de las otras.

Imagen de Walter Frehner en Pixabay

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