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La obra de Víctor Erice, aclamada y mitificada por la crítica cinematográfica mundial, no parece, a primera vista, especialmente musical. Calificada como silenciosa, contemplativa, pictórica… los análisis, e incluso el recuerdo del público en general, no hablan de música. Sin embargo, cuando se señalan, en concreto, los momentos más emblemáticos de sus películas, paradójicamente emergen, enseguida, un pasodoble bailado por un padre y una hija en una fiesta de primera comunión (El sur), una copla entonada una y otra vez hasta satisfacer a dos amigos pintores que disfrutan del paso de la vida junto a un membrillero (El sol del membrillo), los enormes ojos de una niña obnubilada ante la proyección –y la música…– de una película de terror en un pequeño pueblo castellano de las España de posguerra (El espíritu de la colmena), una canción de cuna que emerge de la nada en el filo de vida y la muerte de un recién nacido (Alumbramiento), un pianista que atormenta las noches de insomnio de un niño aterrorizado por la experiencia de asomarse a la primera película de su vida (La Morte Rouge), una niña que improvisa una canción invocando el final de la lluvia que arruina el dibujo de un árbol como el que pintó su abuelo veinte años atrás (Correspondencias Erice-Kiarostami), o un acordeonista que interpreta un himno obrero ante la foto en la pared de unos compañeros que ya no están (Cristales rotos)…