Es un juego de espejos que devuelve una imagen cada vez más turbia. Al otro lado de la realidad, en la esfera digital, la desconfianza y la sospecha se expanden. Un caldo de cultivo de la irrealidad que el atentado contra Donald Trump el fin de semana pasado ha elevado a límites insospechados. Los disparos contra el candidato republicano han propulsado aún más la proliferación de teorías conspirativas. “Kim Cheatle, Directora del Servicio Secreto de los Estados Unidos debería responder algunas preguntas y luego renunciar, ya que no protegió y supuestamente fue parte del complot del Estado Profundo para asesinar al Presidente Trump”, se lee en la cuenta Trump Troopers, de X. Como un virus en el ojo de un huracán, las redes impulsan el vuelo de las teorías conspirativas, un tipo de alucinación parecida a la paranoia, pero de carácter colectivo: mientras en la primera el sujeto que la padece cree que el mundo entero va a por él, en la segunda es un grupo el que imagina que hay una conjura contra ellos. “La realidad consensuada —nuestra comprensión amplia y compartida de lo que es real y verdadero— se ha hecho añicos y estamos experimentando una explosión cámbrica de realidades subjetivas y a medida”, advierte Renée DiResta, analista especialista en desinformación en Invisible Rulers (Gobernantes invisibles, de Hachette, 2024; sin edición en español).
“Es complejo saber hasta qué punto hay más personas que creen en este tipo de teorías, pero está claro que su presencia online sí ha aumentado con el tiempo”, explica Estrella Gualda, catedrática de Sociología de la Universidad de Huelva, que participa desde hace años en una investigación de la Unión Europea sobre estas creencias. “A veces se comparten por morbo o por diversión. Pero también por intereses políticos, usándolas como discursos de odio hacia políticos concretos”, advierte.
Las ideas conspirativas existen desde siempre, a modo de respuesta al poder. En siglos pasados, cuando las decisiones políticas eran territorio exclusivo de las élites, la población intentaba adivinar los motivos de sus decisiones, según el historiador Gordon S. Wood. El peligro estriba en que las teorías conspirativas aseguran —sin prueba alguna— que un hecho ha sido generado secretamente por fuerzas poderosas con intenciones negativas hacia la mayoría de gente.
Y si cada época tiene sus individuos, gobiernos u organizaciones pérfidas con propósitos ocultos, algunos de los malos de ahora —magnificados estratosféricamente en la caja de resonancia de internet— son Bill Gates, George Soros, la farmacéutica Pfizer, el Gobierno “comunista y terrorista” de Pedro Sánchez, el partido demócrata estadounidense o Naciones Unidas, hasta el punto de que el pasado 24 de junio, su secretario general, António Guterres, alertó de que el personal de la ONU “se enfrenta a un tsunami de falsedades y absurdas teorías conspirativas”.
Son historias ante las que se nos puede escapar alguna risa pero dan miedo, porque inciden en el lado más oscuro de la política y alimentan posiciones maniqueas y extremistas, según el estudio Quiero creer: La relación entre creencias conspirativas y actitudes populistas en España, de Carolina Galais, investigadora de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), y Marc Guinjoan, investigador de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).
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