Entre guerras de números, se escuchan más los duelos por las cifras que el duelo por las víctimas. La tragedia, bajo toneladas de estadísticas, corre el peligro de convertirse en un gran tabú oculto tras un telón de miedo
Resuena en nuestros oídos, una y otra vez, la letanía de cifras: cada día engullimos la cotidiana ración de estadísticas. Las tablas —sus dientes serrados con picos y valles, sus números desnudos— abruman la mirada y ocultan los rostros. El aluvión de cómputos enfría la tragedia o, peor aún, celebra desoladores avances medidos en porcentajes, en exitosos descensos, cuando solo se registran 100 o 40 o 20 fallecimientos. ¿Cuántos son pocos muertos? ¿Cuántos son demasiados?
En la literatura de nuestros antepasados, palpita un sentimiento muy diferente hacia el duelo. La Ilíada se detiene con emoción y temblor ante cada muerte. Cuando un guerrero cae desplomado, encuentra siempre en Homero un homenaje, una pausa apesadumbrada. Nadie desaparece, por minúsculo que sea su papel en la epopeya, sin que se pronuncie su nombre, sin que se diga, al menos, que era amado, sin que una voz recuerde sus talentos y esperanzas. Un joven que posee el don de la adivinación no ha sabido anticipar su propia agonía, un día de primavera, ante las murallas de Troya. Aquel admirado jinete nunca volverá a galopar a lomos del caballo que, ansioso, aguarda su regreso a casa. Una niña espera a su padre, veterano combatiente, ignorando que ya no lo abrazará más. En el fragor de la tragedia, el viejo poeta sabe que cada muerte es única porque cada vida es irreemplazable. Homero jamás ofrece cifras de las bajas en combate: relata con aliento conmovedor la pequeña historia de cada pérdida, condensa en una frase el fugaz destello de su singularidad. En lugar de sumar, llora.
Seguir leyendo: El País