Debemos transformar la actual pasividad intelectual en un impulso transformador con el que movilizar conciencias y reconquistar lo único que tenemos realmente: el presente.
Carlos Javier González Serrano
El populismo es uno de los conceptos políticos y sociológicos más utilizados en lo que llevamos de siglo XXI. Aunque por lo general se emplea para aludir a ciertas manifestaciones demagógicas y a estrategias de manejo de las voluntades –cuyo fin es atraer los votos del electorado (es decir, para adquirir y centralizar el poder)–, lo cierto es que en muchas ocasiones se pasa por alto su carácter eminentemente emocional. Cualquier populismo, así entendido, intenta manipular la afectividad de un grupo; más aún, y es este el punto clave, pretende intervenir en las intenciones de la ciudadanía dándole categoría de masa, obviando deliberadamente nuestra condición de individuos, de seres singulares.
Un tipo de populismo del que no suele hablarse –particularmente nocivo y sigiloso– es el que ejercen las nuevas espiritualidades y creencias, así como las prácticas a ellas vinculadas, que se han adueñado del imaginario público. La astrología y los horóscopos, el coaching ejecutivo, el mindfulness y la «atención plena», el tarot y la lectura de manos o los gurús de autoayuda del «todo lo puedes» o «las depresiones te las causas tú» se han convertido, en la última década, en los nuevos instrumentos oraculares que empleamos para poder habitar las numerosas crisis de nuestro tiempo.
Es lo que la investigadora y escritora estadounidense Lauren Berlant ha denominado «tecnologías de la paciencia» en su clarividente libro, El optimismo cruel. Son dispositivos afectivos que producen un creciente «padecimiento y desgaste de los sujetos» y que ejercen una silenciosa violencia relacionada con el imperativo de vernos obligados a sobrellevar cualquier tipo de circunstancia al amparo de diversos dogmas («es lo que nos ha tocado», «a todo se acostumbra uno», «sé resiliente»), sumado a un perverso deseo de que las cosas mejoren. Un deseo cuya satisfacción siempre queda postergada.
En expresión de Berlan, se trata de maliciosos «refugios temporarios» que nos introducen y ensimisman en «un estado de aplazamiento vivo y vivificante que se impone a la conciencia, y produce la sensación de que en el presente está apareciendo algo que podría llegar a convertirse en un acontecimiento». Por tanto, nos dicen, lo mejor está siempre por llegar, aunque no llegue nunca. Lo importante es sentirnos ilusionados aquí y ahora, por mucho que esa ilusión sea (y casi siempre lo sabemos) vacua o destructiva. De este modo, el presente se percibe en términos afectivos: el presente como posibilidad siempre pospuesta ante lo que jamás llega a suceder.