Convertir las universidades —obsesionadas con los ‘rankings’— en empresas y a los estudiantes en clientes ha sido una pésima idea. Europa debería proponer sistemas más cercanos a nuestra tradición cultural
Todos los años, con gran repercusión en los medios de comunicación y en internet, leemos los resultados de los rankings internacionales de universidades. Al igual que sucede con las mercancías y las empresas que cotizan en Bolsa, los centros universitarios suben y bajan posiciones. Entre las distintas clasificaciones, tres son las más famosas: ARWU-Shanghai (Academic Ranking of World Universities), THE-WUR (Times Higher Education) y QS-WUR (Quacquarelli Symonds). Sus criterios se basan principalmente en la producción científica, en el prestigio y (de alguna manera) también en la docencia. Algunas de las limitaciones de estos modelos son bien conocidas: la desatención a las ciencias humanas y sociales, o los cortes temporales demasiado breves para los sectores de producción más lenta, que no forman parte de las ciencias duras.
El “índice h” en sí mismo, por ejemplo, es poco digno de confianza: no distingue entre citas y autocitas, entre ensayos de un único autor o en coautoría, entre citas positivas y negativas; y no mide la autoridad misma de la referencia. Todo esto produce cómicas paradojas: las críticas demoledoras contribuyen, insospechadamente, a aumentar el impacto de una publicación, mientras que la comparación entre los “índices h” de diferentes áreas de investigación ofrece resultados aberrantes. Son clasificaciones que, cada vez más, se consideran carentes de toda base científica. El caso de la Universidad de Alejandría en Egipto, contado en el New York Times del 14 de noviembre de 2010, ofrece un ejemplo clamoroso: esta institución obtuvo el puesto 147 en el ranking THE del 2010 (fue incluso cuarta en número de citas, apenas por detrás de Princeton y por delante de Stanford y Harvard) gracias a la labor de un solo autor, Mohamed el Naschie, que había publicado 400 artículos, de contenido cuando menos dudoso, en una revista editada por él mismo.
Dos noticias recientes confirman el efecto devastador del business sobre la educación. La Universidad de Columbia ha caído del segundo puesto al decimoctavo en el ranking de U.S. News por haber proporcionado datos estadísticos “inexactos, discutibles y engañosos” (NYT, 13 de septiembre). Hace pocos días, la New York University ha despedido a Maitland Jones (un importante profesor de Química Orgánica) a petición de 82 estudiantes, que se quejaban de que los exámenes eran demasiado selectivos. Estos dos episodios, que no parecen guardar relación entre sí, responden, sin embargo, a la misma lógica: el ascenso “fraudulento” de Columbia responde al caudal de ingresos que el ranking le garantiza (pues atrae a más alumnos y una financiación más sustanciosa), mientras que el despido del profesor de la NYU responde (como ha confesado Marc Walters, responsable de las matriculaciones) a la necesidad de tender “una mano amable a los estudiantes y a quienes pagan las tasas universitarias”. El cliente siempre tiene razón, dicta una de las reglas más importantes del comercio.
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Imagen de Stefan Schweihofer en Pixabay