Todo lo que tenía Hāger cuando llegó a España a través de una adopción era un nombre y no siempre había disfrutado de ese privilegio. No lo recibió al nacer, sino tiempo después. La cultura amhárica donde creció requería esperar hasta que un rasgo de su personalidad fuese lo suficientemente representativo para nombrarla. Hasta ese momento, sin nombre, Hāger era solo un ente más, indiferenciado, de la categoría niña. A partir de ese momento, se convirtió en una entidad concreta, en una persona con identidad propia.
«Lo que no se nombra no existe». Esta hipérbole se ha repetido hasta la saciedad, como un mantra, a modo de afirmación incontestable sobre el poder del lenguaje. Sin embargo, Hāger existía antes de recibir su nombre. El lenguaje no la creó. Lo que sí hizo al nombrarla, a modo de puntero láser, fue recortar su silueta entre todos los seres que conforman la categoría niña y diferenciarla de las demás: la hizo visible o, mejor dicho, más visible.
El lenguaje no es omnipotente, no crea la realidad, pero sí es poderoso: define, establece límites entre conceptos, nos confunde, nos engaña y es capaz tanto de empujarnos a la acción, como de paralizarnos… Comprender es ver y, para ver, a menudo necesitamos nombrar. Lo que no se nombra no se ve, o se ve menos.
Crecemos pensando que el lenguaje es algo tangible y material. Las palabras, los sonidos, las oraciones… nos entran por los ojos y por los oídos. Las palabras pueden ser bellas e hipnotizantes y también crueles y destructivas, como la lava de un volcán, pero, igual que esta, son solo la parte visible de todo lo que ocurre en zonas mucho más profundas, oscuras e inaccesibles de nuestro cerebro. Los engranajes más interesantes y relevantes del lenguaje son invisibles para los hablantes que lo usan cada día de su vida y que, como Hāger, adquieren su individualidad en el mundo gracias a él.
La lingüística y las ciencias cognitivas llevan décadas trabajando para sacar a la luz esos mecanismos pragmáticos y cognitivos que subyacen al lenguaje y cuyo funcionamiento, tan silencioso y oculto como constante y cotidiano, va dejando huella en las palabras que usamos, en la forma en que organizamos las oraciones e, incluso, en los silencios, en las palabras que no existen y en las que decidimos omitir en nuestras conversaciones. Analizando esas huellas, los lingüistas están logrando descifrar el poder invisible del lenguaje. Ese poder capaz de influir en nuestra visión del mundo, en nuestras emociones, en nuestra toma de decisiones… Ese poder, que en algunas culturas se llamaba brujería y en otras retórica, adopta formas muy variadas:
Umbrales
A finales del siglo pasado, Ronald Langacker fue uno de los primeros lingüistas en hablar de las palabras como puntos de acceso, umbrales a universos reales o imaginarios. Pronunciar una palabra es abrir una puerta y esta acción tiene ese punto de hechizo que hace que todo el universo que se esconde tras el umbral se haga visible en nuestra mente de forma automática.
Casi un siglo antes Ferdinand de Saussure ya había comenzado a descubrir la ciencia detrás de la aparente magia del lenguaje al revelar su naturaleza sistémica. Las palabras y los conceptos que estas nombran no están almacenados en nuestra mente de manera aislada, sino que se relacionan unos con otros. Sabemos que los sustantivos cereza, fresa, kiwi y sandía están relacionados porque todos son tipos de frutas (campo semántico). O que vino, espumoso, bodega y vendimiar, aunque pertenezcan a diferentes categorías gramaticales, también están psicológica y culturalmente relacionados.
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