Somos animales muy sociales a los que, de repente, una pandemia ha obligado a existir físicamente lejos unos de otros. Sobreviene una sensación abrumadora de aislamiento y vulnerabilidad. La distancia nos fuerza a cuestionarnos quiénes somos y cómo queremos vivir.
Como un pensamiento mágico, creemos en la noción de individualidad, de libertad personal, del esfuerzo y determinación. Todo eso está muy bien, pero sin los demás solo somos un andamiaje en el barro. Como un neón que todo lo ilumina, una verdad radical dice: en el código del ser humano está escrita a fuego su condición de animal social. Del grupo de los muy sociables primates, nuestra especie es la campeona de la sociabilidad, y gracias a ese rasgo, junto con el de la inteligencia y la cooperación, cree haberlo conseguido todo.
Hoy, un virus es el que manda y decide sobre nuestro presente y futuro. Esto nos tiene asombrados y perdidos. No sabemos qué pasa ni qué va a pasar. Unos viven estos tiempos con mucho dolor —apenas han podido, siquiera, llorar a sus muertos—; otros se enfrentan a una vulnerabilidad extrema. Algunos viven este momento como una humillación y otros casi agradecen verse forzados a dejar atrás una vida que detestaban. “Estoy contento porque al final no ha habido un apocalipsis zombi”, anunció un niño de tercero de Primaria de un colegio de Barcelona cuando la profesora le preguntó cómo se sentía tras el fin del confinamiento.
Como una sacudida, el virus nos ha despertado de nuestras abstracciones y nos ha arrastrado a contemplar una nueva realidad. En muy poco tiempo son muchas las cosas que han cambiado. Por ejemplo, nosotros, los animales más sociales, tenemos que aprender a vivir con el imperativo de la distancia social y con la posibilidad de volver a quedar confinados. Por eso, ahora, la vida ahí fuera se nos antoja un espejismo falto de brillo que nos lleva a permanecer más tiempo en casa. Para lo bueno y para lo malo, el hogar es el único espacio donde la espontaneidad y la intimidad siguen vivas.
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