Nick Couldry, profesor de Medios de Comunicación y Teoría Social, London School of Economics and Political Science
En el estudio de la Historia, como en tantas otras disciplinas de las Humanidades, existen interpretaciones divergentes de la realidad. Para algunos, el colonialismo es ya agua pasada, una rémora de la que nos desprendimos hace décadas gracias a los denominados «procesos de descolonización». Sin embargo, existen hoy multitud de ejemplos de que, no solo persisten aún colonias –por ejemplo, bajo dominio estadounidense o británico–, sino que se siente aún con fuerza la herencia de la explotación profunda provocada por el colonialismo, que pervive en las desigualdades del poder cultural, la influencia política y los recursos económicos que configuran el mundo actual. La visión que considera el colonialismo como algo del pasado, sustenta dicha tesis en el hecho de que la mayor parte de las instituciones coloniales se desmantelaron o fueron derrocadas durante las décadas de 1960 y 1970. Sin embargo, dicha creencia pasa por alto la persistencia de lo que el sociólogo peruano Aníbal Quijano1 ha definido como colonialidad, a saber, las estructuras profundas de poder y conocimiento que las potencias coloniales utilizaron para justificar su apropiación de gran parte de los recursos del planeta, hace aproximadamente 500 años. La colonialidad no solo no ha muerto, sino que está en plena forma, y ha dado muestras de una enorme creatividad para hallar nuevas formas posibles de apropiación de recursos bajo formas sorprendentemente contemporáneas. Una de las más llamativas es, desde hace tres décadas, el supuestamente benigno e inocente «descubrimiento» de nuevas formas de interacción humana en el mundo digital por parte de un sinnúmero de corporaciones, que obtienen abundantes beneficios de los datos que, en apariencia, los usuarios ponen a su disposición libremente, para ser recolectados por quien lo desee.
Si aspiramos a comprender la escala y el significado de la denominada «transformación digital» actual2, es preciso que tengamos en cuenta esta nueva forma de colonialismo de la información y, en particular, del denominado «colonialismo de datos»3.
Ahora bien, tanto las dinámicas de colonización como las relacionadas con la utilización de los datos ocupan un lugar más bien marginal entre los principales debates acerca de cuestiones empresariales o culturales. Para Thomas Siebel, ‑el analista de datos y emprendedor que acuñó el término «transformación digital»‑, la actual conjunción del Big Data con otros avances tecnológicos en paralelo, como la Inteligencia Artificial, la computación ágil en la nube o el Internet de las Cosas, supone un avance muy positivo para el conocimiento humano, que al tiempo, abre nuevos espacios para la economía. Ciertamente, son muchas las bondades que podrán emerger –y de hecho están emergiendo ya– gracias a la recopilación de determinado tipo de datos y a su procesamiento a alta velocidad por medio de la Inteligencia Artificial. Muestra de ello son los avances significativos en la monitorización del clima, que deberá ser esencial para que la humanidad pueda luchar de manera efectiva contra el cambio climático; o la secuenciación constante del código genético de las múltiples variantes de la COVID-19, que nos ha permitido mapear la evolución de la pandemia y que ha informado la toma de decisiones. Sin embargo, este artículo no se centrará en los potenciales usos beneficiosos de los datos –que los hay–, sino más bien en sus implicaciones dañinas, como el acaparamiento (o landgrab)4 de datos a escala masiva y sin el debido consentimiento, que ha supuesto una revolución en el mundo de los negocios durante las últimas tres o cuatro décadas, gracias a la extracción y captura de valor de la propia vida humana, por medio de los datos.
¿Son los datos el «nuevo petróleo»?
De manera general, el relato que ha logrado imponerse acerca de la recolección de datos es más bien optimista, con la sola excepción de las cuestiones relativas a la privacidad. Dicha narrativa sostiene que debido a que actualmente los seres humanos pasan mucho tiempo online, producen «de forma natural» una serie de datos residuales a modo de desecho5. Este residuo, que por sí mismo no tendría ningún valor para los individuos que lo generan, adquiere valor en manos de las corporaciones que son capaces de procesarlo y, componiéndolo con otros datos, lo convierten en información útil y valiosa. ¿Quién querría oponerse a esta generación de valor a partir de un material de desecho?
Esta ha sido la narrativa impulsada a lo largo de la última década por una larga lista de instituciones internacionales influyentes, entre ellas el Foro Económico Mundial de Davos, y cabe decir que, hasta el momento, ha sido muy poco cuestionada desde los organismos multilaterales de gobernanza, como las Naciones Unidas. La idea subyacente es la misma que sustenta el mito de que «los datos son el nuevo petróleo», tal y como sentenciaba un hoy ya célebre artículo publicado en The Economist en mayo de 2017 que se hacía eco de la argumentación promovida años antes, en 2011, por el mismo Foro de Davos.
Sin embargo, y a pesar de la potente analogía, las diferencias son relevantes: el petróleo se encuentra a gran profundidad –debajo del lecho marino o en el subsuelo–, y para poder utilizarlo, necesitamos que las compañías petroleras lo extraigan de allí. A diferencia de los residuos de carbono que acaban convertidos en petróleo, los datos no son en absoluto un producto «en crudo». Los datos son siempre el resultado de decisiones humanas, que categorizan el mundo en un sentido y no en otro6. A diferencia del petróleo, que toma forma en el entorno natural, los datos no existen si no es como construcciones humanas; solo existen como producto de un proceso social distintivo en virtud del cual las vidas humanas online se encuentran a disposición de las corporaciones. Como veremos más adelante este es un proceso que, desde una perspectiva totalmente razonable, nos acerca más hacia la denominada «sociedad vigilante», que gracias a herramientas como Facebook –uno de sus adalides más destacados– nos adentra en el «el sistema de vigilancia más intrusivo de la historia»7.
La consideración de que la transformación digital –y en efecto «el modelo básico de negocio en Internet»– «se basa en la vigilancia masiva» del que han hablado autores como Bruce Schneier8, tiende a estar ausente de la retórica dominante sobre el Big Data9. ¿A qué se debe esto? Muy posiblemente, reconocerlo implicaría también dar verosimilitud a la idea de que la «transformación digital» es en realidad un eufemismo para referirse a algo mucho menos tolerable; que la premisa de la transformación digital es la disponibilidad de la vida humana, incluidas nuestras relaciones con el mundo por medio de todo tipo de objetos y herramientas, a la extracción de valor y a las fuerzas de generación de capital. Como dice el principal analista estadounidense de las industrias de la publicidad y la mercadotecnia, Joseph Turow, «la centralidad del poder corporativo es una realidad directa que se encuentra en el mismísimo corazón de la era digital»10. Esto supone un cambio fundamental en las relaciones entre la vida y el poder –a favor del poder económico en primer lugar, pero también del poder político– que abre un nuevo estadio de apropiación colonial, un nuevo landgrab, que probablemente a medio o largo plazo, alumbrará un nuevo modelo de capitalismo omnisciente.
La comprensión de estos cambios y de sus implicaciones desde la perspectiva de la colonización se ha visto parcialmente enmascarada por otro relato igual de poderoso, fruto del trabajo de Shoshana Zuboff11 en torno a la noción del «capitalismo de la vigilancia». Su interpretación tiene mucho en común con la tesis del colonialismo de la información –principalmente la preocupación por la pérdida de libertad que se deriva de la captura de vida humana en forma de capital–, pero se distingue de ella en su valoración de hasta qué punto es negativo lo que está pasando. El relato que presenta Zuboff es esencialmente el de un capitalismo perverso, un mal mutante de un sistema esencialmente bueno que ha tomado el mal camino de explotar lo que nunca tendría que ser explotado –la vida humana–, que queda convertida en un «activo de vigilancia». El debate que ha suscitado Zuboff respecto a las prácticas de vigilancia de las Big Tech –las grandes compañías de la tecnología de la información–, ha sido muy valioso, pero su tesis no contempla suficientemente el hecho de que la captura de datos –la nueva relación puramente instrumental de las instituciones contemporáneas con la vida– es una práctica que va mucho más allá de las redes sociales y los motores de búsqueda, que son sus dos principales ejemplos. Actualmente, la extracción de datos es una práctica común entre las empresas que buscan vigilar a sus trabajadores permanentemente, los fabricantes de dispositivos inteligentes o las empresas que han protagonizado el boom de la logística que ha tenido lugar durante las últimas cuatro décadas, por citar tan solo algunas. Este es el landgrab que debería estar en el centro de nuestras preocupaciones, y no solo el de un conjunto reducido de perversos capitalistas; representa el camino principal que ha tomado el capitalismo desde finales del siglo xx.
La reedición del colonialismo histórico a través del acopio de datos
Al volver la vista atrás y observar cinco siglos de colonialismo, lo natural es destacar entre sus rasgos más característicos la violencia brutal que a menudo acompañó el acaparamiento de recursos, así como el racismo sistemático e institucionalizado que organizaba y justificaba esa violencia. Con el paso del tiempo, la concienciación acerca de dicha brutalidad se ha extendido entre las poblaciones blancas del Norte Global, así como de la incapacidad de las sucesivas generaciones de asumir sus consecuencias. Puede parecer paradójico, por tanto, que abordar el colonialismo histórico desde una nueva perspectiva, sin querer minimizar de ningún modo esa violencia y ese racismo, sugiere la posibilidad de que el colonialismo ha evolucionado en una dirección distinta, que no solo mantiene, sino que expande, su ámbito de actuación. Se incluyen aquí no solo los territorios y sus recursos, y los individuos necesarios para extraer valor de dichos recursos (partes esenciales del colonialismo histórico), sino también la propia vida humana vista ahora como recurso esencial, un dominio de explotación nuevo del que se extraen valiosos datos. Esta es la tesis del colonialismo de la información desarrollada por Ulises Mejías y yo mismo. Lejos de comparar lo que sucede actualmente con los datos y con el colonialismo histórico en su conjunto (que al fin y al cabo tardó dos o tres siglos en desplegarse completamente), dicho enfoque compara el momento actual con los primeros años del colonialismo histórico, en los que España y Portugal, en plena hegemonía, fueron capaces de apoderarse sin grandes obstáculos de vastas extensiones de territorios y recursos por explotar.
La comparación entre ambos momentos históricos nos permite identificar principalmente dos atributos del colonialismo que están siendo renovados y reformulados en esta nueva fase de colonización. El primero de ellos apela a la apropiación de los recursos de muchos por parte de unos pocos, mientras que el segundo obedece a la racionalización de esta apropiación mediante la reivindicación de una «racionalidad» superior que, de algún modo, hace que esta apropiación se considere algo «correcto», inevitable e incluso natural. Es precisamente la combinación de estos dos atributos –el expolio masivo de recursos y la defensa de una «racionalidad» europea privilegiada– lo que constituye lo que Quijano ha denominado colonialidad y que posibilitó, a la larga, la profunda reorganización de la vida económica y social que conocemos como capitalismo industrial12.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, el polémico teorista político y apologista nazi Carl Schmidt, se lamentaba con nostalgia del final del colonialismo histórico, afirmando que: «el descubrimiento europeo de un nuevo mundo durante los siglos XV y XVI no se produjo solo por casualidad ni fue simplemente uno más de los periplos de conquista que pueblan la historia mundial. Tampoco fue una guerra justa en un sentido normativo. Fue más bien un logro del recién despertado racionalismo occidental… Los indígenas carecían del poder científico de la racionalidad cristiano-europea… La ventaja intelectual era total a favor de la parte europea, hasta el punto de que el Nuevo Mundo, simplemente, debía ser “tomado”»13.
Para Schmidt, la reivindicación de una racionalidad europea superior bastaba para justificar el landgrab y, de paso, el tipo de violencia que entrañaba: el racismo, que sirvió para racionalizar grandes dosis de violencia colonial, y que pasó a racionalizarse a través de nociones más vagas, como la «ventaja intelectual» o la de una racionalidad superior y singularmente privilegiada. Este, como explica Quijano en su crítica del colonialismo, es el punto de vista del mundo que reduce la vida humana a una simple versión abstracta de la racionalidad y que ignora lo que el autor denomina «la heterogeneidad de toda realidad y la legitimidad, es decir, la deseabilidad, del carácter diverso de los componentes de toda la realidad, y en consecuencia de lo social»14.
Lo que pone de relevancia este hilo común que conecta el nostálgico –aunque lúcido– análisis que hace Schmidt de la lógica interna del colonialismo histórico con el análisis crítico que hace Quijano de la violencia de las ideas (conocimiento, racionalidad), es a su vez compartido por el discurso del Big Data y por el citado capitalismo de vigilancia de Zuboff; se promueve la idea de que existe una racionalidad privilegiada que, de algún modo, merece la apropiación de una cantidad masiva de recursos –en este caso, la misma vida humana–, para procesarlos en la producción de valor. Aquí encontramos el núcleo de la retórica del Big Data y las reclamaciones más descabelladas de la Inteligencia Artificial, es decir, de la ideología del dataísmo. El dataísmo es la idea de que los datos deben extraerse de la vida en el mayor volumen posible y a cualquier coste, independientemente de los desequilibrios de poder que ello genere, en pos de un presumible conocimiento superior y más directo del mundo15. El dataísmo trabaja para desarmar a quienes tienen dudas acerca de los datos que se extraen de ellos, ya sea por medio de un dispositivo personal que monitoriza su estado de forma y su salud personal, de un asistente digital personal, o por medio de su empleado o su compañía financiera. Es un esfuerzo de racionalización que recuerda a la misión «civilizadora» del colonialismo histórico, que pretendía blanquear la violencia territorial e institucional de las invasiones y las transacciones coloniales.
Esta es quizá la más importante de las muchas continuidades existentes entre el colonialismo histórico y lo que sucede hoy con los datos; nos adentramos en un nuevo estadio de esta dinámica, con un nuevo dominio y modalidad de apropiación –la explotación de la propia vida humana por medio de la extracción de datos–, que toma forma como mecanismo de dominación del mundo. Esta forma de dominación mediante los datos –y por extensión de las infraestructuras que los sustentan–, puede generar nuevas víctimas y desigualdades, y afectar más a las sociedades que ya padecieron el colonialismo histórico, por la simple razón de que, como hemos subrayado al comienzo de este ensayo, las prácticas neocoloniales no han desaparecido.
¿Cómo es posible que estemos como estamos?
Todo esto –objetará el lector– queda muy lejos de los sueños primigenios de Internet como un espacio de libertad y democracia horizontal. Déjenme que concluya reflexionando sobre la combinación de factores que han dado lugar al colonialismo de los datos, adelantando que ninguno de ellos presupone una conspiración malvada para apropiarse de la enorme concentración de poder que confieren los datos. Sin embargo, son sus efectos de enclavamiento los que vamos a considerar.
Un primer factor responde al funcionamiento de los ordenadores tal como los conocemos, que capturan regularmente sus cambios de estado en un autoarchivo que proporciona las bases para las operaciones futuras. El primero en percatarse de las profundas implicaciones sociales de este aspecto mundano de la computación fue Philip Agre16, quien se dio cuenta que no es posible registrar en un archivo todos y cada uno de los sucesos, sino tan solo aquellas acciones que encajan con la «gramática de acción» del propio ordenador. Este punto básico adquirió una significación completamente nueva cuando los ordenadores se conectaron unos con otros. En la nueva arquitectura compartida, surgida gracias a la emergencia de Internet a comienzos de la década de los noventa, un ordenador podía capturar datos archivados en otros ordenadores.
El siguiente paso se dio cuando el espacio virtual de la conexión entre ordenadores empezó a reorganizarse, a mediados de los años noventa, con fines comerciales gracias a la aparición de navegadores para el acceso a Internet y la explotación por parte de los anunciantes de cookies para rastrear consumidores. Esta vía se aceleró significativamente a comienzos de este siglo, cuando surgieron interfaces online que eran capaces de reconfigurar un sinnúmero de interacciones sociales y económicas convirtiéndolas en acciones (data traces o «rastros de datos») almacenadas en lo que se llamó plataformas17. Esto disparó el volumen de la captura y el procesamiento de datos, al tiempo que reorientó radicalmente la actividad humana en el ciberespacio. Se requirió un tiempo para que los modelos de negocio de las principales plataformas se adaptasen completamente a esta nueva estructura, algo que, sin embargo, lograron con el tiempo; Facebook, por ejemplo, pasó a segmentar de manera más eficiente los anuncios propuestos a sus usuarios gracias a la información que obtenía de sus preferencias y sus patrones de uso. Del mismo modo, Google ya contaba con amplia experiencia de monetización de los datos obtenidos del rastreo de los usuarios de su motor de búsqueda18.
En la actualidad, estamos acostumbrados a estas prácticas. Es más, las consecuencias de estos cambios en los hábitos cotidianos de conexión y generación de datos se han normalizado a una velocidad extraordinaria. Y, sin embargo, estamos tan solo en las fases primigenias de la dataficación del mundo; nos aguarda una expansión explosiva del rastreo de datos entre objetos inanimados (el Internet de las Cosas) que, como hemos visto antes, es el último estadio de la proclamada «transformación digital» de Siebel.
Con este texto, he intentado resumir una trayectoria de sucesos e inventos que podríamos equiparar a los que llevaron al «descubrimiento» y a la conquista de «las Américas», en los albores del colonialismo histórico. A diferencia del landgrab colonial original, que tuvo lugar en un contexto de desconocimiento acerca de cómo iba a justificarse desde el punto de vista racional –una confusión que tomó varias décadas de debate en la corte española antes de que pudiera resolverse–, el actual landgrab del colonialismo de los datos cuenta con un trasfondo de más de dos siglos de capitalismo y cinco siglos de colonialismo.
Con todo, aún estamos comprendiendo y adaptándonos a muchos de los impactos de este proceso, que tiene implicaciones enormes sobre las relaciones de poder y la organización del mundo. Las llamadas a la «transformación digital», y sus grandes expectativas acerca de un cambio radical en la rentabilidad y en la integración del conocimiento humano, cometen un error grave al ignorar los aspectos de poder que están realmente en juego en las actuales transformaciones impulsadas por los datos.
Hace más de setenta años, justo a comienzos de la era de la informática, el matemático Rorbert Wiener –quien fuera uno de sus artífices– publicó su famoso libro Cybernetics (1948), en cuyo prefacio exponía de manera clarividente los potenciales costes sociales de una tecnología como la computación, que él mismo tanto había contribuido a alumbrar: «Hace tiempo vislumbré que la moderna máquina ultra-rápida de computar era, en esencia, un sistema nervioso central ideal para un aparato de control automático […]. Antes incluso […] de que el público tomase conciencia de la bomba atómica, comprendí que estábamos ante otra herramienta con un potencial social sin precedentes. Para bien o para mal»19.
Quizá deberíamos prestar más atención a las sombrías inquietudes de Wiener de hace tres cuartos de siglo, y menos a las proclamas entusiastas de la revolución del Big Data y sus presuntos beneficios.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Notas:
1- Véase Quijano (2007)
2- Véase Siebel (2019)
3- El presente ensayo se basa en un trabajo conjunto con el investigador mexicano-americano Ulises Ali Mejías, acerca del concepto «colonialismo de los datos», que se ha analizado en obras como Nick Couldry y Ulises Ali Mejías: The Cost of Connection: How Data is Colonizing Human Life and Appropriating it for Capitalism (Stanford: Stanford University Press, 2019). La responsabilidad de cualquier error u omisión en el presente artículo es atribuible solamente al autor.
4- Respecto al concepto de landgrab (landnähme), véase Dörre et al. (2015)
5- Véase Naciones Unidas (2012)
6- Véase Bowker y Star (1999)
7- Véase Vaidhyanathan (2018)
8- Véase Schneier (2013)
9- Para un análisis más detallado, véase Couldry and Yu (2018).
10- Véase Turow (2011)
11- Véase Zuboff (2019)
12- Fue un grupo de estudiosos críticos con el marxismo tradicional los que sacaron a relucir esta idea, como por ejemplo Williams, 1994 [1944], Robinson, 1983 o Beckert (2014)
13- Véase Schmidt (2016) [1959], p. 132.
14- Véase Quijano (2007) p. 177.
15- Véanse Van Dijck 2014 y Harari (2016)
16- Véase Agre (1994)
17- Véase Gillespie (2010)
18- Véase Zuboff (2019)
19- Véase Wiener (2013) p. 29.
Fuente: CIDOB
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