La distancia social es otra cosa

 

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En sociología, el concepto de distancia social no se refiere a la distancia física, sino a la separación simbólica que experimentamos respecto a otros grupos o personas. Esa distancia social media en la posibilidad de identificarnos con las víctimas del Covid-19 y actuar en consecuencia. A su vez, la distancia social depende de la cercanía en redes sociales y de la similitud de posiciones sociales entre nosotros y las víctimas de la pandemia.

La pandemia ha ampliado nuestro vocabulario con términos novedosos como “distancia social”. En su uso actual, esta expresión designa algo que ya conocíamos con un nombre más simple: distancia, a secas, o distancia física: la distancia entre nuestro cuerpo y el cuerpo de otras personas. En ciencias sociales, la distancia social significa algo muy distinto. Un diputado posando mientras un limpiabotas le lustra los zapatos puede estar físicamente cercano, pero muy distante socialmente.

En sociología, el concepto de distancia social se refiere a la separación simbólica que se experimenta respecto a otros grupos sociales o personas. Una distancia social corta implica afinidad, posibilidad de establecer relaciones estrechas, de sentir apego. Una amplia distancia social supone, por el contrario, distanciamiento emocional, moral y simbólico frente a esos grupos y personas, a quienes consideraríamos completamente ajenas o por quienes experimentamos desprecio o rechazo. El concepto se ha utilizado para abordar las relaciones interétnicas: el grado de distancia social entre etnias traduce las barreras simbólicas entre ellas, el grado de afinidad o rechazo y, con ello, el grado de probabilidad de relaciones estrechas o de conductas agresivas entre miembros de ambas etnias.

Aunque sean conceptos distintos, el mantenimiento de las medidas de distancia física en la pandemia tiene mucho que ver con la distancia social que se experimente con las potenciales víctimas. Múltiples investigaciones sobre la posibilidad de ejercer violencia o de ayudar muestran la enorme importancia de la distancia social. Así, los soldados sólo pueden matar rutinariamente a enemigos si experimentan una máxima distancia social, si los ven como pertenecientes a un grupo ajeno, hostil, inferior, sanguinario, despreciable. Asimismo, nuestra indiferencia por la muerte o el sufrimiento ajeno aumentan con la distancia social percibida.

Esta distancia social subjetiva depende mucho del grado de distanciamiento social objetivo. Podemos considerar este último en dos sentidos: los grados de separación en redes sociales y la distancia entre posiciones sociales.

Grados de separación y opacidad de las interdependencias

Comencemos por los grados de separación, esto es, por la distancia que tenemos con las víctimas del virus en los entramados de interdependencias que conforman la sociedad. Aquellas personas que tienen relación directa con personas directamente afectadas o que son muy vulnerables a la enfermedad se sienten mucho más concernidas que aquellas para quienes los afectados son gente ajena. Dos propiedades de la red de contagios inciden aquí en la distancia social percibida.

En primer lugar, la distribución poblacional del contagio. Por sus características biológicas, el virus afecta más gravemente a las personas ancianas. A su vez, la desigual distribución social de recursos provoca que los estratos sociales inferiores tengan menos posibilidades de protegerse de la enfermedad. Esta doble determinación -biológica y social- hace que la probabilidad de enfermar gravemente o morir por covid-19 sea mucho mayor entre ancianos de clases populares. Edad y estatus social determinan, así, la probabilidad de verse afectado por el virus. Por un lado, las personas más jóvenes sólo pueden sentirse afectadas indirectamente. Por otro lado, aunque todo el mundo puede tener familiares enfermos, la probabilidad aumenta a medida que desciende el estatus social.

La segunda propiedad de las redes de contagio que incide en la distancia social es la opacidad y longitud de las cadenas de infección. El contagio de un virus es una de las expresiones más claras de la interdependencia: la probabilidad de contagio de cada persona no depende sólo ni principalmente de sus comportamientos propios, sino de los de todos los demás. Exponerse a contraer el virus no es un comportamiento meramente individual: implica también exponer a otras muchísimas personas al contagio.

B acude un viernes a una fiesta donde una de las participantes, A, está infectada, pero no tiene síntomas. B se contagia pero, siendo joven, no tiene síntomas. El lunes, B acude al call center donde trabaja a tiempo parcial; las normas de higiene y distancia social se aplican allí de forma esporádica, el jefe se pasea sin mascarilla entre las empleadas abroncándolas vociferante. El virus pasa de B al jefe, quien lo transmite a la mayoría del personal, entre ellos, C. Varias tardes a la semana, C corre por un parque sin mascarilla con un grupo de amigos; el pelotón avanza ocupando todo el ancho de las sendas. C resopla bocanadas de virus y varios penetran por las fosas nasales de D, un hombre de mediana edad que camina asomando la nariz sobre la mascarilla. D, que sufre prolongados períodos de desempleo y está separado, vive con su anciana madre, E, quien apenas sale a la calle. Al llegar a casa, D abraza a su madre -está cocinando su plato favorito-. Pocos días después E enferma y su estado se agrava rápidamente. Mientras E agoniza en la UCI, A se prepara para la próxima fiesta, convencida de que, como en la anterior, no hay ningún peligro real.

Ni A, ni B, ni C serán jamás conscientes de su contribución a la muerte de E. Ignorantes hasta de su misma existencia, su muerte les será tan ajena como la de un insecto devorado por una araña en una selva remota. Las largas cadenas de transmisión del virus, junto a su invisibilidad en muchos eslabones -por su carácter asintomático-, contribuyen a una opacidad máxima de las redes de interdependencia. Esa opacidad, unida al individualismo con el que solemos contemplar las relaciones sociales -no nos planteamos habitualmente la interdependencia, miramos sólo las consecuencias de nuestros actos sobre nosotros mismos-, conforma un caldo de cultivo perfecto para la propagación del virus.

Posición social y distancia social

El segundo elemento que contribuye a la distancia social subjetiva es la diferencia entre la posición social que ocupamos y las posiciones sociales de los moribundos. A mayor distancia objetiva, mayor distancia subjetiva. Nos emocionamos mucho más fácilmente con las desgracias de seres similares a nosotros que con las de seres que viven en condiciones que jamás hemos experimentado.

Cuando los cronistas de la Edad Media, pertenecientes todos por su linaje o por sus hábitos a la aristocracia, refieren el fin trágico de un noble, dan muestras de un dolor infinito; pero cuando relatan las matanzas y torturas de la gente del pueblo, pasan sobre ellas sin la menor emoción (Tocqueville, La democracia en América).

Este pasaje de Tocqueville muestra bien el efecto de la distancia entre posiciones sociales sobre la distancia social subjetiva. No hace falta remontarse a la Edad Media. Basta pensar en la frialdad de la mayoría de la población española ante las imágenes de negros africanos ahogándose al hundirse las barcazas en que pretendían llegar a España. Un elemento crucial en esta distancia social es la desigualdad de prestigio. Percibimos distancia social máxima ante seres que consideramos inferiores. Aquí las dos características de las víctimas mayoritarias del virus juegan a favor de esa distancia: estatus y edad.

En primer lugar, el estatus. Múltiples investigaciones han demostrado que la respuesta ante el sufrimiento ajeno no es igualitaria: tendemos a ser indiferentes ante los sufrimientos de los inferiores sociales o a verlos como merecidos -como los cortes de luz en La Cañada de Madrid-. Un elemento exacerba en la actualidad esta distancia social: la ideología meritocrática.

Aunque la escuela no asegure la igualdad de oportunidades, sí proporciona, a quienes obtienen títulos universitarios, una certeza: la de su valor social superior. Como ya mostraran Bourdieu y Passeron, Michael Young o, últimamente, Michael Sandell en La tiranía del mérito, la ideología meritocrática promueve un virulento racismo de clase. La certidumbre de que los títulos escolares son la máxima expresión del valor social de las personas alimenta la distancia social entre los titulados y quienes no tienen estudios: mientras que nosotros, que hemos estudiado, somos mejores y nos merecemos lo mejor, la chusma ignorante y analfabeta no debería tener derecho ni al voto -como he oído con ocasión del Brexit-. La ideología meritocrática es precisamente lo opuesto a cualquier conciencia de interdependencia: conduce a los privilegiados a pensar, con soberbia autosuficiencia, que no le deben nada a nadie, que sus privilegios son consecuencia de sus méritos.

En segundo lugar, la edad. En una investigación clásica, Strauss y Glaser estudiaron las reacciones del personal sanitario ante enfermos en situación de peligro de muerte. No todos los pacientes despertaban la misma compasión y, consiguientemente, el mismo energético esfuerzo por salvarles la vida. Este dependía de su estimación de que el esfuerzo mereciera la pena y esta estimación del valor social de la vida del enfermo. Un elemento esencial en esta valoración era la edad del enfermo: salvar la vida de un viejo rara vez era prioritario. Mucho menos si era un viejo pobre.

La invisibilidad del contagio en las cadenas de interdependencia y la distancia social son dos determinantes cruciales en la posibilidad de sentirse identificado con las potenciales víctimas y actuar en consecuencia evitando la transmisión del virus. Aunque no son los únicos determinantes de nuestras prácticas con relación al virus. La percepción del riesgo, las concepciones de la salud, las coacciones cotidianas que pesan sobre nuestro comportamiento o las normas y conductas de nuestras redes sociales próximas también juegan un papel fundamental. Estos otros determinantes, además, no se distribuyen socialmente de la misma manera que la distancia social.

Fuente: Entramados Sociales

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