Nanna Bonde Thylstrup
Un zumbido constante sale de una antigua iglesia de San Francisco. Es el sonido de cientos de ventiladores que evitan que se calienten cientos de servidores informáticos, el sonido del pasado digital que se está manteniendo vivo. Se trata del Internet Archive, la mayor colección de páginas web archivadas del mundo y un constante recordatorio de la fragilidad de nuestro pasado digital. También es, debido a una sentencia de marzo de un tribunal federal de Estados Unidos que dictaminó que el servicio de préstamo del archivo vulnera los derechos de las editoriales, solo un campo de batalla más en la creciente lucha que definirá cómo se posee, comparte y conserva la memoria digital colectiva de la humanidad o cómo se pierde para siempre.
Como soy investigadora de los datos digitales, sé que no todas las pérdidas de datos —la corrosión y destrucción de nuestro pasado digital— son trágicas. Pero muchas de las que se producen hoy son profundamente injustas y tienen enormes consecuencias para la cultura y para la política. Son pocas las organizaciones sin ánimo de lucro o las bibliotecas digitales subvencionadas con dinero público las que pueden trabajar a la escala necesaria para democratizar de verdad el control del conocimiento digital. Esto supone que las decisiones importantes sobre el devenir de estas cuestiones se dejan en manos de empresas poderosas con ánimo de lucro o de dirigentes políticos que tienen sus propios intereses. Ser conscientes de estas fuerzas es un paso fundamental para gestionar, mitigar y en última instancia controlar la pérdida de datos y, con ello, las condiciones bajo las cuales nuestras sociedades recuerdan y olvidan.
Desde las plataformas de streaming que retiran sus contenidos exclusivamente digitales y los gobiernos que dejan de financiar su red nacional de bibliotecas a los efectos de la centralización tecnológica, los datos están desapareciendo a un ritmo alarmante. Brewster Kahle, fundador de Internet Archive, me dijo que, debido a las presiones de los gobiernos o a un simple error, se borran a menudo ingentes cantidades de datos. En lo que respecta a las páginas web eliminadas, Internet Archive es el único lugar donde buscar.
Las editoriales tradicionales interpusieron la demanda contra el archivo por su servicio de préstamo de corta duración de sus libros escaneados (incluidos, para el descontento de sus autores, algunos títulos de reciente publicación). El tribunal dictaminó que el archivo debe dejar de prestar libros protegidos por derechos de autor. Se está tramitando un recurso, pero si la sentencia se ratifica, podría reducir gravemente la capacidad del archivo y otros organismos similares de defender el acceso público a la información frente a la invasión de las plataformas privadas, según Kahle.
Toda revolución tecnológica conlleva una pérdida. Sócrates advirtió en el Fedro de Platón que el invento de la escritura destruía la memoria, al hacer que las personas puedan “tenerse ya por sabias”, las cuales “no serán más que ignorantes”. Más recientemente, la máquina de escribir permitió producir mucho más papeleo, lo que suscitó una profunda inquietud por el número de documentos extraviados, traspapelados y desaparecidos. Las actuales sociedades digitales repiten estos patrones históricos de pérdida, abandono y entropía. Sin embargo, también han entrado en escena nuevos actores y dinámicas. Ahora el ámbito público tiene una existencia precaria a merced de las empresas matrices de las redes sociales. Y, cada día, corporaciones como Amazon, Alphabet y Meta extraen nuestros datos, los almacenan y los convierten en activos que monetizan bajo unos dudosos sistemas de cesión del consentimiento.
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