[:ca]Max Fisher
Existe una gran posibilidad de que al menos uno de estos rumores, todos falsos, te hayan llegado como un hecho real: que el presidente Biden planea obligar a los estadounidenses a comer menos carne; que Virginia está eliminando las matemáticas avanzadas en las escuelas para promover la igualdad racial; y que los funcionarios fronterizos están comprando ejemplares del libro de la vicepresidenta Kamala Harris para distribuirlos, de manera masiva, entre los niños refugiados.
Todos fueron amplificados por actores partidistas. Pero es igualmente probable que hayas entrado en contacto con esos rumores, a través de alguien que conoces. Y es posible que te hayas percatado de que estos ciclos de indignación, alimentados por la falsedad, se siguen repitiendo.
Estamos en una era de desinformación endémica, y desinformación absoluta. Muchos malos actores están contribuyendo a que avance esa tendencia. Pero, según algunos expertos, los verdaderos impulsores son las fuerzas sociales y psicológicas que hacen que las personas sean propensas a compartir y a creer en la información errónea en primer lugar. Y esas fuerzas están aumentando.
“¿Por qué las percepciones erróneas sobre temas polémicos en la política y la ciencia son aparentemente tan persistentes y difíciles de corregir?”, escribe Brendan Nyhan, un politólogo de Dartmouth College, en un nuevo artículo publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences.
No es por falta de buena información, que es omnipresente. De todos modos, la exposición a buena información no inculca de manera confiable creencias precisas. Más bien, escribe Nyhan, un creciente cuerpo de evidencias sugiere que los principales culpables son “las limitaciones cognitivas y de memoria, motivaciones direccionales para defender o apoyar alguna identidad de grupo o creencia existente, y los mensajes de otras personas y élites políticas”.
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