Europa debe replantearse la verdadera misión de los centros escolares y las universidades, y devolver la dignidad a profesores y alumnos. Aceptar la lógica neoliberal en la educación ha sido un gravísimo error
Durante décadas hemos asistido en silencio a la degradación del sistema educativo. Solo una minoría impertinente se ha empeñado en expresar el malestar de quienes viven en centros escolares y en universidades que hace tiempo que perdieron su función esencial: formar ciudadanos cultos, solidarios, dotados de sentido crítico y de conciencia civil. De esta manera, en todos los países europeos, como ocurre ahora en España, se reaviva el debate cuando se habla de nuevas reformas. La cuestión, sin embargo, es más compleja. A estas alturas, los ministros de los distintos Estados tienen un margen de maniobra muy limitado que no permite ningún auténtico cambio.
La distribución de fondos para la educación, en efecto, se ha confiado diabólicamente a un infernal mecanismo de recompensas, basado en rígidos sistemas de evaluación. Europa, de manera acrítica, ha importado los instrumentos y parámetros dominantes en Estados Unidos y en el Reino Unido. En pocas palabras, hemos pasado de un exceso a otro: de las holgadas mallas del pasado al estrecho cedazo actual. El término mérito se ha convertido en el salvoconducto para la obtención de fondos, reconocimientos, sellos de excelencia y promociones profesionales para el profesorado.
El problema no atañe a la evaluación en sí misma, positiva y correcta si se ejerce con equilibrio y se basa en valores compartidos. Concierne, en cambio, a los criterios que, de manera despótica, se han establecido para identificar a los meritorios. Se trata, por desgracia, de una lógica que ha terminado imponiendo a centros escolares y a universidades inadecuados modelos empresariales. Desde la primaria hasta el doctorado, toda la cadena educativa se ha puesto al servicio del llamado crecimiento económico, de las exigencias del mercado y de la empresa. En definitiva, las teorías neoliberales han impuesto sus principios al mundo de la educación: interacción con la empresa privada, cooperación con los distintos sectores de la economía, competitividad entre escuelas y universidades, prioridad de las “competencias” y “habilidades” que han contribuido a crear una peligrosa visión utilitarista del estudio, la investigación científica y el conocimiento.
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