He calculado que a lo largo de mi vida he hecho cerca de dos mil entrevistas. Hablo de entrevistas largas, de las llamadas de personalidad, que merodean en torno a la figura del entrevistado e intentan arañar unas cuantas lascas de la corteza exterior para mostrar un atisbo de su verdadero yo. Son encuentros pautados, dramatizados, muy rituales, en los que cada una de las partes juega su papel; por lo general, el personaje trata de mantener la imagen que cree que le es más favorable, de la misma manera que el periodista procura aparentar conocimiento, control de la situación e inteligencia. Quiero decir que ninguno llega inocentemente a la entrevista, salvo aquellos personajes o aquellos reporteros muy novatos.
De entrada, una entrevista es como una pequeña batalla de ingenios o una partida de ajedrez. Cada parte cuenta con sus armas: el periodista ha estudiado previamente al entrevistado y sabe más o menos lo que va a preguntarle, mientras que el personaje escoge por lo general el lugar de encuentro, el día, la hora y el tiempo que te va a dedicar, variables todas ellas muy importantes. Dentro de ese marco se establece el juego, que se desarrolla en realidad como un pequeño acto dramático, porque a lo largo de la entrevista suceden cosas, hay un desarrollo del encuentro, una evolución emocional que puede llegar hasta una curiosa intimidad o hasta la bronca más áspera y el enfrentamiento.
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