Margaret Booth: un cuento y un falso mito sobre las mujeres en el cine

 

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Imaginaos a una joven rubia de dieciséis años, algo tímida. Ahora imaginaos que se ha criado en una familia humilde de Los Ángeles con el siglo XX recién empezado. Esta chica ha visto cómo ha llegado un grupo de empresarios que, en poco tiempo, han construido una ciudad aparte: la llaman Hollywood y tiene a todo el mundo alborotado.

Sus amigas le cuentan que ese tal Hollywood es un lugar donde los sueños se vuelven realidad. Sin embargo, la pequeña Maggie –así se llama nuestra protagonista– apenas ha visto unos pocos cortometrajes; en uno que le hace mucha gracia, un regador es regado con su propia manguera.

Maggie ha oído que, en esta nueva ciudad –o sea, en Hollywood– hay emperadores romanos y piratas despiadados; sultanes y princesas de las mil y una noches. No es muy difícil que imaginéis entonces cuál es la decisión que toma al cumplir los dieciocho. Como tantos otros jóvenes emocionados por las promesas de la Tierra Prometida, Maggie hizo las maletas y llamó a las puertas de la ciudad de los sueños en plenos roaring twenties. Allí la atendió un tal Louis B. Mayer:

–Mmm… Maggie, te pondré en el departamento de edición. Te resultará fácil: la moviola es muy parecida a una máquina de coser y no hay que tomar decisiones importantes.

Maggie se acostumbró rápido: al fin y al cabo, mezclar tejidos, mezclar celuloide… Tanto monta, ¿no? Llevaba haciéndolo desde niña. Simplemente pasó de coser con su madre a divertirse junto a otras costureras: las de películas. Y, aunque es cierto que desde su sala no se veían esos príncipes marinos con los que soñaban sus amigas, a través del celuloide podía vivir cada día en cientos de mundos y épocas distintas.

Poco tiempo después, en 1927, Maggie editó The enemy, una superproducción de Fred Niblo. Los padres de Maggie estaban emocionados: la película anterior de Niblo, Ben-Hur, había sido todo un éxito. Por aquella época, Maggie ya se encargaba de supervisar toda la producción del estudio.

Desde su sala de costura, se había vuelto indispensable para el funcionamiento de la industria: ella y sus compañeras habían creado una determinada forma de narrar las películas. En concreto, el uso que Maggie hacía de los planos cortos había supuesto toda una revolución. Pero con la llegada del sonido todo cambió. Una a una, fueron cayendo las compañeras de Maggie. Clarice fue a parar al departamento de vestuario; Eleanor no tuvo tanta suerte: la mandaron de vuelta a Colorado, donde tuvo que regresar sin historias de príncipes y princesas.

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