Amparo Huertas Bailén reseña el libro de Guillermo de Eugenio Pérez “Máscaras e identidad en la cultura ilustrada” (Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 2015)
No es este un libro sobre comunicación propiamente dicho. Pero, dada la importancia que está cobrando el estudio de las identidades a raíz de las prácticas digitales, su lectura resulta muy recomendable. Guillermo de Eugenio Pérez, especializado en el estudio de las representaciones del cuerpo y la identidad en el siglo XVIII, nos ofrece desde la perspectiva de la filosofía una propuesta más que sugerente. Nos habla de la persona en sociedad y nos demuestra, con gran minuciosidad argumentativa, la importante herencia de la cultura ilustrada en la actualidad. Dicho de otra manera, lo que hace con su trabajo es intentar responder a la pregunta: ¿qué es ser persona?
El texto dispone de tres partes bien definidas, pues cada una de ellas está perfectamente delimitada alrededor de un tema. Ahora bien, este marcado orden no impide un interés creciente durante la lectura. Si bien los apartados están bien delimitados, no son realmente contenedores cerrados sino que se complementan entre sí con plena coherencia.
La primera parte está dedicada al rostro y la máscara. El autor se adentra aquí en cuestiones como la cosmética y la fisignómica, definida por Guillermo de Eugenio como una auténtica “máquina semiótica”, para acabar hablando de la eugenesia. La fisignómica es el arte de conocer el yo interior a partir del aspecto exterior y, de hecho, existían eruditos (hoy diríamos expertos) cuyos consejos eran solicitados en la corte de Luis XIV cuando el monarca tenía que adjudicar un cargo importante. En lo que se refiere a las teorías racistas que llevaron a propugnar la perfección de la especie humana (eugenesia), nos ha llamado especialmente la atención cuando el autor puntualiza las posibilidades que abrió el disponer de registros fotográficos en los archivos policiales a partir del siglo XIX, una práctica que en el libro se indica fue introducida por Alphone Bertillon (1853-1914), antropólogo y oficial de la policía francesa.
La segunda parte trata acerca del “habitar la cultura” y parte de la definición de Clifford Geertz. Según se puede leer en la página 89, “la cultura es una red de significaciones en función de la cual los seres humanos interpretan su propia experiencia, creencias y valores, que se produce por el cruce entre las prácticas, los saberes y el conjunto de artefactos que la componen”, para continuar explicando que, en ella, los individuos asumen sus actuaciones a partir del lugar que ocupan en la estructura social que sustenta dicha cultura, sin olvidar tampoco la cultura entendida como “código simbólico compartido”.
El pensar sobre cómo se habita la cultura lleva al autor a interesantes reflexiones acerca de la civilización, las modalidades de socialización, la distinción social, la moda vestimentaria -cuyo inicio se sitúa en el Renacimiento- y la ciudad como espacio emblemático de formación de las identidades personales. La Revolución Francesa es presentada como un punto de inflexión hacia la aparición de las multitudes, del “gran vouyeur colectivo”, lo que prefigura, según el autor, lo que acabará siendo la sociedad de masas.
Pero, de este apartado y teniendo en cuenta la sociabilidad digital, nos gustaría destacar el abordaje de las “artes del agrado”. “La habilidad para resultar agradable a los otros se ha convertido en una de las máscaras distintivas de la civilización, aquello que normalmente se conoce como la ‘buena educación’” (cita extraída de la página 127) y, a partir de ahí, Guillermo de Eugenio, siguiendo a Hannah Arendt y La condición humana (1958), se adentra en lo mundano. Resultan curiosas las referencias a las normas-rituales de conducta de la época, muy especialmente aquellas destinadas a individuos que se movían en comunidades a las que no pertenecían enteramente.
El análisis de esta “buena educación” da cuenta de cómo apareció el sentido autocrítico (o quizá es mejor decir el “sentimiento de culpa”), lo que derivó en el surgimiento de un léxico específico para expresar estados emocionales y formas de manipulación. Un ejemplo, la noción de afectación, entendida como la compostura excesivamente calculadora y sobreactuada que genera justo lo contrario a lo que pretende, el rechazo.
La “buena educación” se plantea como un mecanismo de control que incluye el desarrollo de dos tipos de ortopedias, la que constriñe el cuerpo desde fuera con la invención de artilugios de corrección pasiva -como el corsé femenino- y la que lleva al autodominio, cuando el sujeto aprende a someterse a sí mismo –el autocontrol y la disimulación como claves de la conducta social-. De este modo, el texto también acaba dedicando un espacio a los “manuales para señoritas”. La expresión de las emociones debe seguir un código normativo que impone la atenta vigilancia.
La tercera parte de Máscaras e identidad en la cultura ilustrada está dedicada, en términos generales, a la vida como teatro, “el teatro representa los vicios de la sociedad, actúa como instancia crítica y espejo del hombre“ (en la página 182). Nos resultaron especialmente llamativos los apuntes sobre la representación teatral de las relaciones amorosas, pues de alguna manera nos ayudan a entender de qué modo comenzó a perfilarse lo que ha acabado siendo el mito del “amor romántico”. Corneille, dramaturgo francés del siglo XVII, “dice que el amor debe representarse como algo doloroso y turbulento y no como un estado apacible, para que no parezca una invitación a la lujuria” (en la página 189).
En esta reflexión sobre la vida como teatro, la figura del trickster (aventurero) recibe un tratamiento especial. Este es un personaje que actúa huyendo de la frustración colectiva que produce la obediencia y las restricciones sociales. Se entiende el trickster como bufón, mago, ladrón, outsider, espía, con identidades múltiples,…Son, en definitiva, esos personajes ambiguos y transgresores, a los que tanto se ha recurrido en la ficción, como Giacomo Casanova (1725-1798) o Chevalier d’Eon (1728-1810). Desde aquí, les recomendamos que busquen el retrato que de este último hizo Angelika Kauffmann, se llevarán una sorpresa y quizá les despierte la curiosidad por saber más sobre alguien que jugó a seguir una vida fronteriza, con un “estado” variable de género.
La autenticidad desde el artificio
Siguiendo a Bruno Latour, Guillermo de Eugenio plantea una “autenticidad” alcanzable desde el “artificio”. Por tanto, no se trata de valorar la autenticidad como una cuestión entre la veracidad y la falsedad, sino como algo relativo a la forma de visibilizarnos o expresarnos, aquello que revelamos de nosotros mismos sea voluntaria o involuntariamente en cada circunstancia dada. “La persona no se define de una vez como una verdad autoevidente, sino que muestra numerosos puntos ciegos y rehúsa dejarse atrapar en una mirada homogénea y totalizadora”, nos aclara el autor nada más entrar en la obra, en la misma introducción.
El autor nos lleva desde el discurso rousseauniano -en el que el “yo social” responde a un “yo auténtico” y, por lo tanto, toda expresión externa puede ser juzgada como una buena o mala copia de un supuesto ámbito interno de verdad- a la subjetividad reflexiva, estructurada en forma de diálogo con uno mismo, de San Agustín (354-430). Sí, en ese orden, rompiendo con el orden cronológico, pues Rousseau sí vivió en el siglo XVIII, entre 1712 y 1778. La primera opción lleva a un callejón sin salida; la segunda, a una visión performativa de la identidad (aunque el autor no hace ninguna referencia a Judith Butler).
Lo público, lo privado y lo íntimo
Sobre los espacios privado y público, Guillermo de Eugenio nos recuerda que la distinción creciente entre ambos no llega a ser palpable hasta los inicios del siglo XIX. El desarrollo de una cultura material, unido al despliegue del romanticismo, facilita esa distinción en detrimento del espacio público. Recogiendo las palabras de Richard Sennet, el autor explica que “al menos, en lo que se refiere a la expresión del sujeto, lo íntimo en cuanto que lugar de la autenticidad parece más valorado frente a lo público “ (en la página 91). Y, por ejemplo, es en la Ilustración, nos aclara Guillermo de Eugenio, cuando se inventa la moda de la ropa “íntima”. Ahora bien, también aclara que lo privado no surge como antítesis de lo público, sino que se asienta en sus “intersticios, en sus pliegues” (en la página 112).
En torno a la aparición de lo íntimo, cabe destacar las páginas dedicadas a la literatura y al negocio editorial con el auge en el siglo XVIII de las memorias, los diarios íntimos y el estilo epistolar. Frente al historiador, voz del espacio de la opinión pública, aparece la voz de la conciencia, sobre todo ligada a personajes femeninos (que no necesariamente a escritoras).
Espacios de (auto)presentación
Si entendemos el entorno digital como un nuevo espacio de (auto)presentación, también resultan sugerentes los apuntes acerca de esta noción. Guillermo de Eugenio nos habla de distintos espacios de representación: los bailes de máscaras –en los que estas pueden entenderse como un modo de reflejarse más que de ocultarse-, el espacio cortesano y la mystification, un tipo de diversión muy popular en el siglo XVIII que consistía en presentar a alguien haciéndole pasar bajo una identidad falsa. El libro recoge la anécdota en la que el verdadero Rousseau se presenta en casa de Mme de Genlis y ella, convencida de que es un falso filósofo, vive el momento de forma mucho más segura que de haber sabido la verdad. Pero lo más curioso es que el propio Rousseau, conocedor de que ella no cree estar hablando con el verdadero, también disfruta de ese momento por sentirse aliviado de la tensión social que siempre le supone actuar como filósofo.
La perspectiva de género
La perspectiva de género, sobre todo en relación a las mujeres, también aparece tratada en la obra, aunque de forma puntual. Guillermo de Eugenio nos habla principalmente del papel de las mujeres en los salones (la salonnière) y nos remite a autoras como Dena Goodman, quien sustenta que sería inconcebible la vida intelectual y mundana en el siglo XVIII sin las figuras femeninas. Ahora bien, no parece que esos encuentros favorecieran la integración de las mujeres en los círculos de poder (político o económico), sino que más bien era una forma de mantener su “status”. Así queda demostrado por la creencia de que ellas tenían la “necesidad de resaltar la belleza”, para lo que les estaba permitido el uso “falsos adornos”, o de que fueran fácilmente maleables, por su “natural inclinación a la imaginación”.
No obstante, también es cierto que, desde el libro, se nos plantea abiertamente una pregunta muy sugerente. En la historia ha habido mujeres que se han disfrazado de hombres (o han usado seudónimos masculinos) para hacer cosas que les estaban prohibidas. Pero, ¿por qué algunos hombres se han disfrazado de mujeres? Si es el género privilegiado, ¿qué circunstancias les han llevado a cambiar de “estado” (como se decía en la época analizada)? Pues para valerse de ciertas ventajas estratégicas puntuales. Esto nos recuerda lo que apuntan estudios recientes acerca del comportamiento de algunos videojugadores masculinos cuando optan por crearse personajes femeninos. ¿Será verdad que en las recreaciones de los videojuegos es más fácil ganar siendo mujer? Ya lo dice Guillermo de Eugenio, la herencia de la cultura ilustrada es mucho mayor de lo que puede percibirse a simple vista.