Amparo Huertas Bailén reseña el libro de Geert Lovink (2019): Tristes por diseño. Las redes sociales como ideología. Bilbao: Editorial Consonni (traducción de Matheus Calderón Torres)
La lectura de este libro es realmente estimulante. Agrupa tal cúmulo de ideas que resulta imposible abarcarlas todas en una única lectura. Por tanto, quien pueda comparar lo que se dice en esta reseña con el contenido del libro es muy probable que encuentre grandes diferencias. Al hacer una reseña, una intenta seleccionar y ordenar todo aquello que las preocupaciones que acompañaron la lectura le hicieron subrayar. Pero esta vez soy muy consciente de que, si volviera a leer la obra, quizá saldría una reseña diferente.
El texto está cargado de preguntas: “¿deberíamos interpretar el intenso uso de las redes sociales como un mecanismo de supervivencia?” (pág. 17); “¿qué sucede cuando ya no somos capaces de distinguir entre utopía y distopía?” (pág. 37); “¿qué sucede cuando la ansiedad de la saturación de información se convierte en un profundo sentimiento de vacío?” (pág. 38); “¿cómo puede organizarse el trabajo político contemporáneo fuera de Facebook y Twitter?” (pág. 47); “¿cuál es la información vital para nosotros?” (pág. 83); “¿qué pasa si la computadora no es una herramienta neutral y pasa a ser estructuralmente violenta y se vuelve contra nosotros”? (pág. 141) o “¿ha perdido ya la memoria su relevancia simbólica y se ha vuelto rituales vacíos?” (pág. 240).
Lovink (2019) tiene una mirada pesimista sobre la sociedad actual. Describe que vivimos en un tiempo marcado por las “micropreocupaciones de un frágil yo” (pág. 17). Pero, en realidad, lo que se propone el autor es ofrecer una crítica radical que permita al individuo encontrar una manera de organizarse y huir de esa situación.
A pesar de todo, borrar nuestras cuentas digitales supone un “suicidio social”
Lovink denuncia el distanciamiento entre la organización social y los sistemas técnicos, el aislamiento social que nos enclaustra en burbujas, la trampa de creer que tenemos acceso a todo el mundo cuando en realidad estamos más separados, etcétera. Pero, al mismo tiempo, y aunque se pregunte por el “derecho a la desconexión”, sabe que “no podemos permitirnos eliminar nuestras cuentas, ya que esto implica un suicidio social” (pág. 34).
El autor reflexiona sobre los memes -como mensajes que no pueden ser refutados sino solo compartidos y, por tanto, con un gran potencial para construir comunidad-, el culto a los selfies y el narcisismo, la microfama de los influencers, las “audiencias falsas” (compradas), la dependencia de internet, los sistemas de vigilancia digital, los interfaces (demasiado infantiles), etcétera. A partir de esta suma de ideas, Lovink explica que vivimos atrapados en un flujo permanente.
El autor es claro cuando habla de lo que ha supuesto el giro desde el consumidor crítico al productor crítico. ¿Recuerdan aquello del prosumer?. Según Lovink, esto ha tenido un alto precio: “la inflación de la información. La autoridad para filtrar las noticias pasó de los medios de difusión de arriba abajo a los gigantes de la tecnología (…) la indignación ha triunfado, se ha atrofiado el debate razonable. El resultado es una cultura altamente polarizada que favorece el tribalismo y la autosegregación” (pág. 41). Pero el mismo autor es consciente de lo difícil que resulta explicar a las grandes audiencias la complejidad de los algoritmos, pues estos no son solo resultado de una logística, de unos beneficios o de la búsqueda de eficiencia, sino que también se fundamentan en aspectos morales. ¿Qué se puede hacer cuando los tuits de Trump funcionan? ¿Qué se puede hacer cuando entramos en “el reino de la comunicación-con-consecuencias en tiempo real, un híbrido de próximo nivel en el que el poder ejecutivo soberano y el marketing se vuelven inseparables” (pág. 43)?
Eso sí, nos llama especialmente la atención, el énfasis que pone Lovink en los “altibajos mentales” de los usuarios de las redes: “el flujo en las redes sociales varía desde arrebatos de expectativa a largos períodos de insensibilidad” (pág. 68); “las arquitecturas de las redes sociales nos encierran, legitimadas por el efecto de red que hace parecer que todo el mundo está involucrado en ellas (o al menos asumen que deberían estarlo)” (pág. 69) o cuando apunta que hemos pasado de la interactividad a la interpasividad (pág. 71). Pero quizá la frase más rotunda sea esta: “la evidencia de que la tristeza hoy en día está diseñada es abrumadora” (pág. 98.)
La academia: es hora de pensar sobre las causas y desarrollar una verdadera crítica
Nos han interesado especialmente los apuntes sobre el colectivo académico: “Los académicos también parecen algo impotentes (para elaborar discursos realmente críticos): impulsados por una lógica de revisión por pares y clasificación, publican dentro del cerrado universo de la revista, con su acceso limitado e impacto aún más limitado” (pág. 24). Y quizá nos han sorprendido todavía más, por lo poco habituales, las críticas a los modos de investigar. Lovink menciona como de refilón problemas como los siguientes: estudios atrapados en su propia realidad empírica, sesgos producidos por los propios parámetros de investigación, numerosos puntos ciegos teóricos que sucesivas generaciones postmodernas no han sido capaces de ver, etcétera.
El autor acaba haciendo un claro diagnóstico de las consecuencias de todo ello: “Desde las humanidades digitales a la ciencia de datos, vemos un cambio en la indagación orientada a la red, de si y por qué, qué y quién, a simplemente cómo, de una socialidad de las causas a una socialidad de los efectos de la red. Una nueva generación de investigadores humanistas se ve atraída hacia la trampa del Big Data, ocupados capturando el comportamiento del usuario al tiempo que producen un seductor atractivo visual para una audiencia hambrienta de imágenes (y viceversa)” (pág. 52). Y, por si no resulta suficientemente claro lo que dice, Lovink sigue desarrollando su planteamiento: “es liberador para la investigación separarse del enfoque instrumental del marketing (viral) y las relaciones públicas. Deje de complacer y promover, comience a analizar y a criticar” (pág. 53).
No obstante, y el autor también lo reconoce, hay un obstáculo difícil de franquear: “la tecnología se está desarrollando rápidamente, pero la clasificación académica de las disciplinas sigue siendo conservadora y profundamente arraigada en los siglos pasados” (pág. 113), lo que impide, por ejemplo, algo tan urgente como dejar de hablar en términos de “nuevos medios” y adentrarse en el estudio de las plataformas para destapar -que ya es hora- “su fantasía ingenieril de operar ‘meramente’ como un proveedor técnico” (pág. 113).
Cómo aprovechar la tecnología para construir un ser colectivo: crítica, política y estética
Y, después de describir este callejón sin salida, Lovink trata de construir una vía para escapar. El autor se pregunta cómo podemos convertirnos en una vanguardia del siglo XXI, una que verdaderamente entienda el imperativo tecnológico y permita construir un ser colectivo. Lovink propone una vía de salida a partir de la recuperación de la ideología y de la fusión de crítica, política y estética.
Entender las redes sociales como ideología significa observar “cómo esta une a los medios, la cultura y los complejos de identidad en un desenvolvimiento cultural cada vez mayor, vinculando género, estilo de vida, moda, marcas y chismes de celebridades con noticias de la radio, la televisión, las revistas y la web, y reconociendo que todo esto está impregnado de los valores empresariales del capital de riesgo y la cultura startup, valores que llevan consigo un lado sombrío de disminución de las condiciones de vida y creciente desigualdad” (pág. 59). Y, unas líneas más adelante, se deja llevar por un lenguaje más coloquial: “flexibles, abiertos, deportivos y sexys, estamos siempre en movimiento, siempre listos para conectarnos y expresarnos”, para compartir juicios sin pensamiento (pág. 59). Seguir sus argumentos nos lleva a preguntarnos cuestiones como las siguientes: ¿qué es exactamente lo que le dedicamos a las redes?, ¿nuestro tiempo o nuestra atención? o ¿es el paradigma del offline un nuevo lujo?
Lovink es aquí también plenamente consciente de las dificultades. “Necesitamos diseñar una libertad que activamente socave las presiones tecnológicas por llevar una vida predecible” (pág. 78), pero “el problema no es nuestra falta de fuerza de voluntad sino nuestra incapacidad colectiva para imponer un cambio” (pág. 70) e, incluso, la dificultad para imaginarnos otro mundo. Lovink sitúa las plataformas de las redes sociales junto a las instituciones que Foucault analizó -el hospital, el asilo y la prisión- como espacios de disciplina; del mismo modo que, siguiendo a Bratton, expone que ahora los estados se ven obligados a controlar, además de la tierra, el mar y el aire, la nube.
Para Lovink, “una tecnocultura de solidaridad y respeto” está “todavía por inventarse” (pág. 135) y, para esa creación, Lovink plantea la posibilidad de desarrollar un “marxismo digital” libre de referencias históricas (pág. 161). En su propuesta, reflexiona sobre los movimientos de desobediencia digital ya desarrollados. Trata acerca de Anonymous, a partir del estudio de Gabriella Coleman, aunque parece acabar considerándolo como una especie de experiencia de laboratorio cuando lo que se necesita es algo a mayor escala. También aborda la cuestión del Software Libre, y también lo cuestiona: el Creative Commons se ha convertido en “un dominio de abogados” (pág. 234), “sigue siendo un contrato legal” (pág. 235).
Pero, recordemos, Lovink habla de sumar a la crítica y a la política, la estética. De hecho, el autor dedica un capítulo completo, el último, a defender el potencial organizativo de los colectivos de arte. Su implicación con el mundo del arte ya resultaba evidente en la cubierta del libro, para cuya ilustración Lovink pidió una imagen al artista Daniel García Andújar, pero el cierre de la obra no deja lugar a duda alguna.
Ampliar la biblioteca
Para acabar esta reseña, no podemos dejar de señalar que el libro está plagado de referencias a muchos autores y autoras. Lovink recoge de otras obras ideas que encajan perfectamente en su discurso, lo que demuestra un elevado conocimiento de las fuentes documentales y bibliográficas que maneja.
Comparto aquí con ustedes mi propia selección: Franco Berardi: Futurability. The age of impotence and the horizon of possibility (2017); Jarett Kobel: I hate the Internet (2016); Cathy O’Neil: Armas de destrucción matemática (2017); Heinrich Geiselberger: El gran retroceso (2017); Sherry Turkle: En defensa de la conversación. El poder de la conversación en la era digital (2017); Petra Loeffler: Distributes Attention, a Media History of Distraction (2014); Benjamin Bratton: The Stack [La Pila] (2016) y Jonathan Beller: The message is murder. Substrates of Computational Capital (2018).
Pero Lovink tampoco se olvida de los clásicos. En el texto, encontramos también referencias a Jean Baudrillard -a quien llama “sumo sacerdote”-, Walter Benjamin, McLuhan o Foucault. E, incluso, en este grupo -y espero que capten la ironía, pues ese presente perpetuo hace que la vejez llegue casi por sorpresa también a los textos sobre cultura digital que marcaron un punto de inflexión- parece que ya se puede incluir a Lev Manovich, Christopher Lasch o Richard Dawkins.