La pandemia ha irrumpido en un mundo en el que hay, al mismo tiempo, acceso al conocimiento científico, un entorno informativo digital caótico y una desconfianza hacia los expertos y hacia los gobiernos. Este entorno plantea dificultades especiales, también en lo que se refiere a los datos, a su fiabilidad para la gestión de la pandemia.
Un factor que puede explicar nuestro relativo fracaso para gobernar esta crisis es la instalación de una cultura de la posverdad en la vida social contemporánea, donde los hechos objetivos parecen influir menos en la configuración de nuestra opinión, personal y pública, que las apelaciones a la emoción y las creencias personales. Una parte de este desprecio a la verdad es atribuible a la acción de algunos gobiernos, que han ocultado los datos o los han manipulado. Más preocupante, sin embargo, es la desorientación y los errores que proceden de datos verdaderos, pero que no han sido situados en su contexto o analizados correctamente. Se pone así de manifiesto que los datos son tan concluyentes como maleables y que cualquiera puede presentarlos de modo que favorezcan lo que uno quiere decir. La beatería de los datos tiende a defenderlos como si nos aseguraran frente a la ideologización. Ahora bien, los datos no son necesariamente lo opuesto de la ofuscación ideológica; pueden favorecer la objetividad pero también ser puestos al servicio de cualquier ideología. Se trata de la parte más grosera pero menos inquietante de nuestra confusión porque lo más problemático de esta distorsión de la realidad es aquello que tiene razones estructurales y que no se debe a la intención deliberada de esconder o mentir. Me refiero a la ambigua relación con la verdad que tiene nuestro actual entorno informativo, en el que conviven posibilidades inéditas de acceso al conocimiento con la libre difusión de los errores, sean en forma de desinformación o de extravagantes teorías de la conspiración. En esta infodemia las noticias falsas se expanden más rápidamente que el virus, como advertían las Naciones Unidas.
Seguir leyendo: La Vanguardia